La Jornada
En los nueve primeros
meses de 2015 –un año política y económicamente perdido– la banca
brasileña alcanzó resultados astronómicos. Gracias a las altísimas tasas
de interés, el estatal Banco do Brasil vio cómo su lucro acumulado
aumentó 43.5 por ciento en relación con los nueve primeros meses de
2014. El Itaú-Unibanco, mayor banco privado del país, obtuvo un lucro 20
por ciento superior al del mismo periodo del año pasado. El Bradesco,
15.7 por ciento más. Y el Santander, que tuvo un 2014 muy malo, ahora
contabiliza un aumento de increíble 268 por ciento en sus lucros.
Sin embargo, el sector da claras muestras de que sabe muy bien cuál
es el verdadero escenario del país. Y exactamente por esa razón se
amplió, mucho, lo que llama de
reservas y provisiones, o sea, el volumen de dinero para cubrir huecos causados por la morosidad de préstamos tomados tanto por empresas como por clientes individuales. Porque uno de los factores que ayudan a los bancos a aumentar sus ganancias es el mismo que ahoga a empresas y ciudadanos: los intereses siderales aplicados en Brasil.
Las tarjetas de crédito, por ejemplo, tienen sus facturas
financiadas: el consumidor paga 20 por ciento y financia al otro 80 por
ciento. Detalle: lo hace con una tasa media de 16 por ciento al mes. Sí,
¡al mes!
Con el desempleo aumentando de manera consistente –solamente en los
primeros nueve meses del año fueron cerradas alrededor de 820 mil
plazas– y con deudas impagables gracias a los intereses, el número de
brasileños morosos creció de manera exponencial en los últimos 12 meses.
La reacción de la banca, a su vez, demuestra que las proyecciones
para el futuro inmediato son bastante pesimistas. A finales de
noviembre, se constata que los bancos tienen reservados dos reales por
cada real de préstamo moroso (se considera moroso, en Brasil, un retraso
superior a 90 días). Al mismo tiempo, se intensifican de manera sin
precedente las renegociaciones de las deudas, tanto de empresas como de
clientes individuales. Faltando poco más de un mes para que termine el
año, 5.2 por ciento de los préstamos concedidos están con sus pagos
retrasados en al menos 90 días. Es el nivel de morosidad más alto en 13
años, y los indicios muestran que la tendencia es a seguir creciendo: el
desempleo dejó de ser un fantasma amenazador para transformarse en algo
concreto, palpable. Sin empleo, el deudor no tiene cómo pagar lo que
debe.
La suma de recesión y desempleo, dos aspectos que –todo indica– se
mantendrán a lo largo del año que viene, provoca desastres. Muchas de
las conquistas alcanzadas a lo largo de las últimas dos décadas,
especialmente entre la llegada de Lula da Silva al poder (en 2003) y la
mitad del primer mandato de su sucesora, Dilma Rousseff (2011-2014),
enfrentan riesgos reales y crecientes.
Mucho se avanzó, es indudable. Pero es mucho lo que todavía
falta. Brasil sigue siendo un país de enormes y profundas desigualdades.
Un país de contrastes impresionantes entre las regiones más pobres y
las más desarrolladas. En el norte, solamente 21 por ciento de los
hogares cuentan con servicios de agua y drenaje. En el noreste, la
situación mejora bastante: 41 por ciento. Pero en el sureste, esa
proporción es de 88 por ciento. Y en el sur, 62 por ciento.
Diez millones de hogares brasileños –lo que corresponde a 44 millones
de habitantes, poco más de 20 por ciento de la población– carecen de
servicios de agua y drenaje. Pero solamente 4 por ciento de los hogares,
es decir, unos 16 millones de brasileños, no cuentan con telefonía
celular.
Entre los nuevos desempleados, 75 por ciento tienen menos de 24 años.
Y entre los jóvenes cuyas edades van de 18 a 24 años, solamente 30 por
ciento estudian.
A finales del año pasado había 7 millones 300 mil brasileños
desempleados. Una población equiparable a dos veces y media la de
Uruguay. Más que todos los habitantes de Bogotá. Ahora ese número
ascendió a 8 millones 500 mil. Algo así como medio Chile desempleado.
Como 80 por ciento de la población de Cuba sin trabajo.
Es verdad que los gobiernos del PT lograron hacer que 42 millones 800
mil brasileños abriesen por primera vez en la vida una cuenta corriente
en los bancos (antes, los pobres sólo tenían libretas de ahorro). Una
Argentina entera. También es verdad que Brasil, en los 12 años de Lula
da Silva y Dilma Rousseff, salió del mapa mundial del hambre.
Pero la desigualdad sigue siendo una llaga abierta, y los contrastes
sociales permanecen como señales de alerta sobre lo mucho que queda por
hacer. Y esa, quizá, sea la principal amenaza que el país enfrenta:
gracias a un Congreso mediocre e irresponsable, a una oposición golpista
y a un gobierno que no logra contar con la lealtad de los aliados, se
perdió todo un turbulento año.
Lo que se logró en tiempos recientes –que no es suficiente, pero no
es poco– corre el riesgo de desaparecer. Millones y millones de
brasileños fueron conducidos al umbral de una vida mejor. No lograron,
por cierto, adentrarse en el sacrosanto terreno de la clase media, pero
pudieron contemplar sus bondades.
Volver atrás, perder lo que conquistaron, podrá causar una explosión
social. Pero nada de eso parece preocupar a los honorables miembros de
la más mediocre y vergonzosa legislatura desde la retoma de la
democracia, hace 30 años. Ni a convencer a la oposición de que el
resultado de las urnas debe ser respetado. Ni a motivar a una mandataria
que se niega, determinada, a aprender una lección milenaria: un
dirigente debe saber oír.
Atónitos, los brasileños miran un escenario de pesadilla. El otro, el del sueño, parece haber sucumbido.
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