Raúl Zibechi
El fin del ciclo
progresista implica la disolución de las hegemonías y el comienzo de un
periodo de dominaciones, de mayor represión contra los sectores
populares organizados. Hasta ahora hemos venido comentando las causas
del fin del ciclo; ahora habrá que empezar a comprender las
consecuencias, tremendas, nada halagüeñas, demoledoras en muchos casos.
La reciente elección de Mauricio Macri como presidente argentino es
un giro derechista que está llamado a encender la llama del conflicto
social. La respuesta de la redacción del diario conservador La Nación a
un editorial que defiende abiertamente el terrorismo de Estado es una
muestra de lo que se viene, pero también de las resistencias que deberá
afrontar el proyecto de la derecha tradicional.
No estamos ante un retorno a la década de 1990, neoliberal y
privatizadora, porque los de abajo están en otra situación, más
organizados, con mayor autoestima y conocimiento del modelo que sufren
y, sobre todo, con mayor capacidad de enfrentar a los poderosos. Las
experiencias colectivas no suceden en vano, dejan huellas profundas,
saberes y modos de hacer que en esta nueva etapa jugarán un papel
decisivo en la necesaria resistencia a las nuevas derechas.
El periodo que se abre en toda la región sudamericana, donde el
presidente Rafael Correa ya anunció que no aspira a su relección, será
de mayor inestabilidad económica, social y política; de injerencia
creciente del militarismo del Pentágono; de nuevas dificultades para la
integración regional, que ya atravesaba serias dificultades; de
deterioro de las condiciones de vida de los sectores populares, cuyos
ingresos comenzaron a erosionarse en los dos últimos años.
En este nuevo clima, encuentro algunas cuestiones centrales:
La primera es que no habrá fuerzas políticas capaces de gobernar con
un mínimo consenso, como el que habían conseguido los gobiernos
progresistas en su primera etapa. No habrá consenso en gobiernos como
los de Macri; pero conviene recordar que la hegemonía lulista se quebró
bajo el segundo mandato de Dilma Rousseff, así como bajo los gobiernos
de Tabaré Vázquez, Correa y Maduro, aunque las causas son distintas.
Cuando se desvanece la hegemonía, se imponen las lógicas de la
dominación, lo que nos lleva directamente a la exacerbación de los
conflictos de clase, género, generación y raza-etnia. La triada
dominación-conflictos-represión afectará (ya está afectando) a las
mujeres y los jóvenes de los sectores populares, principales víctimas
del viraje sistémico a la derecha.
La segunda cuestión a tener en cuenta es que el modelo
económico-político es más importante y decisivo que las personas que lo
conducen y administran. En las izquierdas aún tenemos una cultura
política muy centrada en caudillos y dirigentes, que sin duda son
importantes, pero no pueden ir más allá de los límites estructurales que
les impone el modelo. El extractivismo es el gran responsable de la
crisis que atraviesa la región, de la erosión que sufren los gobiernos
y, en resumidas cuentas, es la razón de fondo que explica el viraje a la
derecha de las sociedades.
A diferencia del modelo de industrialización por sustitución
de importaciones, que generaba inclusión y promovía el ascenso social,
el actual modelo extractivo genera polarización social y económica,
genera conflictos por los bienes comunes y destruye el medio ambiente.
Por lo tanto, es un modelo que genera violencia, criminalización de la
pobreza y militarización de las sociedades y los territorios en
resistencia.
La incapacidad de los progresismos para salir del modelo extractivo y
la expresa voluntad de las nuevas derechas de profundizarlo auguran
tiempos de dolor para los pueblos. La reciente tragedia en Mariana
(Minas Gerais) por la rotura de dos represas de la minera Vale, que
provocó un gigantesco tsunami de lodo que está arrasando
sembrados y pueblos enteros, es una pequeña muestra de lo que nos
aguarda si no se pone coto al modelo minero-soyero-especulador.
En tercer lugar, el fin del ciclo progresista supone el retorno de
los movimientos antisistémicos al centro del escenario político, del que
habían estado apartados por la centralidad de la disputa entre los
gobiernos y la oposición conservadora. Pero los movimientos que se están
activando no son los mismos, ni tienen los mismos modos de organizarse y
de hacer, que los que protagonizaron las luchas de los 90.
El movimiento piquetero ya no existe, aunque dejó profundas huellas y
enseñanzas, y un sector organizado que trabaja en las villas en las
grandes ciudades, con iniciativas de nuevo tipo como los bachilleratos
populares y las casas de las mujeres. Los movimientos campesinos, como
los Sin Tierra, han sido transformados por la expansión geométrica de la
soya, pero surgen nuevos sujetos, más complejos y diversos, donde
participan vecinos de pueblos afectados por la minería o los
agrotóxicos, y una amplia gana de profesionales de la salud, la
educación y los medios.
La impresión es que estamos asistiendo a nuevas articulaciones, sobre
todo en las grandes ciudades, donde las demandas de más democracia e
igualdad desbordan los cauces de los partidos y sindicatos, pero también
de los movimientos de la década neoliberal privatizadora.
Por último, el ciclo progresista debe saldarse con un análisis sereno
de los errores cometidos por los movimientos. Sería desmoralizante que
en el próximo ciclo de luchas se repitieran los mismos deslices que han
afectado la autonomía en estos años. Es probable que la dificultad mayor
a enfrentar consista en saber adecuar la doble actividad de los
movimientos: la lucha contra el modelo (la defensa de los espacios
propios, la movilización y la formación) y la creación en cada nivel
posible de lo nuevo (salud, producción, techo, tierra, educación).
Mientras la acción de calle nos permite detener las ofensivas del
arriba, las creaciones nuevas son pasos en la autonomía. Son los modos
que aprendimos para continuar navegando en las tormentas.
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