Reflexión acerca de las contingencias electorales de 2018
Decía José Enrique
Rodó, escritor e intelectual uruguayo, que los partidos políticos no
mueren de causas naturales, sino que se suicidan. En el presente, ese
adagio es más exacto que nunca. La subrepresentación o nula
representación de la población, la bancarrota de la representatividad,
el travestismo de los colores e idearios partidarios que en el
diccionario de eufemismos se conoce como “coaliciones”, la creciente
presencia de candidaturas atadas puramente a “intereses especiales”, las
malogradas “transiciones democráticas”, las “pesadillas de la
alternancia” (ver Rafael de la Garza Talavera), y la incapacidad
estructural de esas instituciones moribundas para sortear favorablemente
las rutinarias crisis, perfilan un horizonte desfavorable para la
prevalencia de los partidos políticos como agentes dominantes en la
arena política.
Hasta ahora la “partidocracia” fue acaso el
mecanismo más eficaz de confiscar lo político, administrar elitistamente
la politicidad y neutralizar al sujeto “popular”. Pero esa
“partidización” de la política estaba sostenida en ciertos estándares de
legitimidad, que, en el transcurso del ciclo neoliberal (cerca de 40
años), los propios partidos se ocuparon de derruir, absortos en las
dinámicas intestinas de las elecciones y la sostenibilidad de lealtades
típicamente mafiosas, en un contexto de reformulación de los contenidos
de la política.
Operativamente acoplados a los procedimientos
de abrogación de lo público, y en esa obsesión por conservar el timón de
las instituciones políticas y anular a la sociedad organizada, los
partidos terminaron por anular las condiciones básicas, materiales e
inmateriales, para la continuidad o reproducción de sus contenidos en el
largo alcance. Si bien es cierto que el “paradigma partidario”
históricamente significó un laboratorio de programas, metodologías y
propuestas de organización política, no pocas de ellas valiosas, con los
años acabó por revelar las limitaciones estructurales de ese paradigma.
Asistimos a la autoinmolación de los partidos.
Por más que los
párrocos de la politología sigan anclando sus análisis e indagaciones
en los partidos y las elecciones, la realidad desmonta empecinadamente
esos razonamientos, a menudo puramente formales. Werner Bonefeld
escribió: “La teoría del Estado debe basarse en una teoría de la crisis…
sin ésta, la teoría del Estado quedaría como un esqueleto descarnado de
leyes y estructuras generales”. Las teorías o apologías o profecías de
los partidos políticos circulan con una liviandad tan consumada que los
discursos (formalistas e institucionalistas) que escoltan esas teorías
no alcanzan siquiera a dibujar un esqueleto. Los ideólogos de los
partidos no basan sus especulaciones ni en una teoría del Estado, ni en
una teoría de la crisis, ni en nada concreto o tangible o empíricamente
observable. Fieles a la tradición liberal, asumen a priori que el
momento constitutivo de los partidos políticos es la democracia. Es
decir, la noción de “partido político” acaba en una abstracción
sostenida en otra abstracción.
Básicamente, para admitir el
silogismo elemental del misticismo politológico, es preciso admitir
apriorísticamente la siguiente secuencia de especulaciones: uno, que la
democracia es un estado de cosas (por oposición a un valor); dos, que en
el presente el estado de cosas es la democracia (“habitamos un orden
democrático”, eso dicen); y tres, que los partidos políticos son la
posibilidad y el fruto de la democracia (cuando en realidad representan
la abolición o aplazamiento del “momento democrático”). Y ya después de
blandir sin reparo ese conjunto de premisas abstractas o llanamente
falsarias, y de contrastar “científicamente” ese andamiaje de
prenociones con la realidad (una contrastación que nunca está libre de
golpes de pecho), el ejército de “especialistas” elevan a rango de
formulaciones teóricas sus propias frustraciones, con conceptos como
“democracias de baja institucionalización” o “desencanto democrático” o
“democracias realmente existentes”, y chapucerías análogas.
Pero
ese conjunto de ficciones con aspiraciones “conceptuosas” (sic) se
traicionan en los contenidos. Unívocamente, todos los partidos políticos
en el poder transfieren los costos de las crisis a los sectores
poblacionales más desprotegidos (incluidas las crisis medioambientales),
sin distingo de colores o insignias. Es cierto que algunos reducen
temporaria o parcialmente el impacto. Pero eventualmente, y por la
propia lógica aspiracional e institucional de los partidos políticos,
terminan capitulando y distribuyendo la factura de las crisis entre las
franjas mayoritarias de la población. Sólo así se explica que las crisis
tengan una incidencia cada vez más recurrente y socialmente vejatoria, y
que la distancia temporal entre una y otra no alcance siquiera para
salir de las ruinas de la anterior.
Múltiples analistas
coinciden en señalar que se avecina otra crisis económica de
proporciones inéditas. Y si habría que identificar algún factor
explicatorio de esa furiosa reproducción de las crisis, es razonable
acudir a eso que, a juicio de no pocos, es lo políticamente fundamental
de la época: la crisis de desigualdad. La desigualdad en la actualidad
alcanzó un estado sin precedentes. Una décima del uno por ciento de la
población es superrica. Estimaciones de Oxfam señalan que “en 2015, sólo
62 personas poseían la misma riqueza que 3.600 millones (la mitad más
pobre de la humanidad). No hace mucho, en 2010, eran 388 personas”. El
reporte agrega que “desde el inicio del presente siglo, la mitad más
pobre de la población mundial sólo ha recibido el 1% del incremento
total de la riqueza mundial, mientras que el 50% de esa ‘nueva riqueza’
ha ido a parar a los bolsillos del 1% más rico” (http://www.oxfammexico.org/una-economia-al-servicio-del-1/#.V24bzbgrLIU).
La
desigualdad, que es el problema político crucial de nuestra era, es un
asunto que ningún partido político consiguió atajar o mitigar, ni
siquiera las socialdemocracias (o progresismos) que por cierto están en
proceso de extinción. En este tenor, los partidos perdieron
irreversiblemente la credibilidad como agentes de representación popular
(para bien y para mal). Por añadidura, la totalidad de los partidos
políticos están atados de manos, y dependen fuertemente de los caprichos
de esas grandes fortunas acumuladas. Riqueza es poder. Riqueza
hiperacumulada es poder hiperacumulado. Esto se traduce en las
legislaciones que responden a ese imperativo de aumentar la
centralización de la renta. Históricamente, y salvo escasas excepciones,
los partidos se dedicaron a “proteger a las minorías opulentas de las
mayorías”.
En esa inercia contradictoria, que por un lado
prescribe representar al soberano (ese significante flotante que unos
llaman “pueblo”), y que, por otro, demanda proteger los intereses de las
élites y las minorías opulentas, los partidos políticos firmaron su
propia carta de defunción. El antagonismo que se aloja en esa inercia es
insalvable. Las proporciones de las crisis en curso decretaron el
agotamiento de ese paradigma de los partidos políticos.
Asistimos
al suicidio de los partidos. El “movimiento” (popular o de élite), y
las candidaturas sin partido, alzan la mano entre los escombros de las
organizaciones partidarias.
El 2018 será un corte de caja.
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