Raúl Zibechi
Ha transcurrido un siglo desde que Lenin escribiera una de las piezas más importantes del pensamiento crítico: El Estado y la revolución.
La obra fue escrita entre las dos revoluciones de 1917, la de febrero
que acabó con el zarismo, y la de octubre que llevó a los soviets
al poder. Se trata de la reconstrucción del pensamiento de Marx y
Engels sobre el Estado, que estaba siendo menoscabado por las tendencias
hegemónicas en las izquierdas de aquel momento.
Las principales ideas que surgen del texto son básicamente dos. El Estado es
un órgano de dominación de una clase, por lo que no es apropiado hablar de Estado libre o popular. La revolución debe destruir el Estado burgués y remplazarlo por el Estado proletario que, en rigor, ya no es un verdadero Estado, puesto que ha
demolidoel aparato burocrático-militar (la burocracia y el ejército regular) que son sustituidos por funcionarios públicos electos y revocables y el armamento del pueblo, respectivamente.
Este no-verdadero-Estado comienza un lento proceso de
extinción, cuestión que Lenin recoge de Marx y actualiza. En polémica con los anarquistas, los marxistas sostuvieron que el Estado tal como lo conocemos no puede desparecer ni extinguirse, sólo cabe destruirlo. Pero el no-Estado que lo sustituye, que ya no cuenta ni con ejército ni con burocracia permanentes, sí puede comenzar a desaparecer como órgano de poder-sobre, en la medida que las clases tienden también a desaparecer.
La Comuna de París era en aquellos años el ejemplo predilecto. Según Lenin, en la comuna
el órgano de represión es la mayoría de la población y no una minoría, como siempre fue el caso bajo la esclavitud, la servidumbre y la esclavitud asalariada.
Véase el énfasis de aquellos revolucionarios en destruir el corazón
del aparato estatal. Recordemos que Marx, en su balance sobre la comuna,
sostuvo que
la clase obrera no puede simplemente tomar posesión del aparato estatal existente y ponerlo en marcha para sus propios fines.
Hasta aquí una brevísima reconstrucción del pensamiento crítico sobre
el Estado. En adelante, debemos considerar que se trata de reflexiones
sobre los estados europeos, en los países más desarrollados del mundo
que eran, a la vez, naciones imperiales.
En América Latina la construcción de los estados-nación fue bien
diferente. Estamos ante estados que fueron creados contra y sobre las
mayorías indias, negras y mestizas, como órganos de represión de clase
(al igual que en Europa), pero además y superpuesto, como órganos de
dominación de una raza sobre otras. En suma, no sólo fueron creados para
asegurar la explotación y extracción de plusvalor, sino para consolidar
el eje racial como nudo de la dominación.
En la mayor parte de los países latinoamericanos, los administradores
del Estado-nación (tanto las burocracias civiles como las militares)
son personas blancas que despojan y oprimen violentamente a las mayorías
indias, negras y mestizas. Este doble eje, clasista y racista, de los
estados nacidos con las independencias no sólo no modifica los análisis
de Marx y Lenin, sino que los coloca en un punto distinto: la dominación
estatal no puede sino ejercerse mediante la violencia racista y de
clase.
Si aquellos consideraban al Estado como un
parásitoadherido al cuerpo de la sociedad, en América Latina no sólo parasita (figura que remite a la explotación), sino que es una máquina asesina, como lo muestra la historia de cinco siglos. Una maquinaria que ha unificado los intereses de una clase que es, a la vez, económicamente y racialmente dominante.
Llegados a este punto, quisiera hacer algunas consideraciones de actualidad.
La primera, es que la realidad del mundo ha cambiado en el siglo
anterior, pero esos cambios no han modificado el papel del Estado. Más
aún, podemos decir que vivimos bajo un régimen donde los estados están
al servicio de la cuarta guerra mundial contra los pueblos. O sea, los
estados le hacen la guerra a los pueblos; no estamos ante una desviación
sino ante una realidad de carácter estructural.
La segunda es que, tratándose de destruir el aparato estatal, puede
argumentarse (con razón) que los sectores populares no tenemos la fuerza
suficiente para hacerlo, por lo menos en la inmensa mayoría de los
países. Por eso, buena parte de las revoluciones son hijas de la guerra,
momento en el cual los estados colapsan y se debilitan en extremo, como
sucede en Siria. En esos momentos, surgen experiencias como la de los
kurdos en Rojava.
No tener la fuerza suficiente, no quiere decir que deba darse por
bueno ocupar el aparato estatal sin destruir sus núcleos de poder civil y
militar. Todos los gobiernos progresistas (los pasados, los actuales y
los que vendrán) no tienen otra política hacia los ejércitos que
mantenerlos como están, intocables, porque ni siquiera sueñan con entrar
en conflicto con ellos.
El problema es que ambas burocracias (pero en particular la militar)
no pueden transformarse desde dentro ni de forma gradual. Suele decirse
que las fuerzas armadas están subordinadas al poder civil. No es cierto,
tienen sus propios intereses y mandan, aún en los países más
democráticos. En Uruguay, por poner un ejemplo, los militares impidieron hasta hoy que se conozca la verdad sobre los desaparecidos y las torturas. Tanto el actual presidente, Tabaré Vázquez, como el anterior, José Mujica, se subordinaron a los militares.
Es muy poco serio pretender llegar al gobierno sin una política clara
hacia las burocracias civil y militar. Las más de las veces, las
izquierdas electorales eluden la cuestión, esconden la cabeza como el
avestruz. Luego hacen gala de un pragmatismo sin límites.
Entonces, ¿qué hacer cuando no hay fuerza para derrotarlos?
Los kurdos y los zapatistas, además de los mapuche y los nasa,
optaron por otro camino: armarse como pueblos, a veces con armas de
fuego y otras veces con armas simbólicas como los bastones de mando. No
es cuestión de técnica militar sino de disposición de ánimo.
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