En un acto realizado en la
localidad de Mesetas, departamento del Meta, el gobierno de Colombia y
la dirigencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)
celebraron ayer el fin del proceso de entrega de armamento por parte de
esa organización guerrillera, en el contexto del proceso de paz que
empezó con encuentros secretos en Noruega y Cuba hace ya seis años, y
fue dado a conocer oficialmente en septiembre de 2012, pasó por la
declaración del cese definitivo de hostilidades en junio de 2016 en La
Habana, tropezó con el rechazo ciudadano en un plebiscito efectuado el 2
de octubre de ese año y culminó con la firma de los acuerdos de paz,
renegociados y modificados el 24 de noviembre, en Bogotá.
El máximo líder de la ahora desmovilizada agrupación insurgente, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, señaló que el mecanismo de supervisión y verificación del cese al fuego y hostilidades
acredita que no le fallamos a Colombia; hoy dejamos las armas. Por su parte, el presidente Juan Manuel Santos dijo a los ex guerrilleros:
Hoy, al depositar las armas que tenían con ustedes en los contenedores de las Naciones Unidas, los colombianos y el mundo entero saben que nuestra paz es real y es irreversible.
Cabe felicitarse, sin duda, por este nuevo paso que consolida el
proceso de paz en la nación sudamericana, la cual padeció una guerra que
la desangró por más de medio siglo.
Sin embargo, debe tenerse presente que el fin formal de la guerra no
necesariamente se traduce en una paz sólida, como demuestra la historia
de la propia Colombia. En efecto, tras la desmovilización de varios
grupos y frentes guerrilleros, en 1985, y la decisión de sus integrantes
de fundar la organización Unión Patriótica (UP) para participar en
política por la vía electoral, entre 3 mil y 5 mil militantes de ese
partido –incluyendo a dos candidatos presidenciales, ocho legisladores y
13 diputados– fueron asesinados por grupos paramilitares, y por
militares y policías en activo, como parte de un plan castrense,
oligárquico y delictivo para impedir que la UP y la izquierda colombiana
ocuparan un espacio significativo en la arena electoral.
Hoy, el enemigo máximo de la inserción de los desmovilizados
de las FARC en el panorama institucional colombiano es el ex presidente
Álvaro Uribe Vélez, un ultraderechista a quien diversos reportes de
inteligencia y de prensa han vinculado con el narcotráfico y el
paramilitarismo, y quien procuró torpedear el proceso de paz desde sus
inicios. Lamentablemente, Uribe goza de un amplio apoyo electoral en
sectores que no han logrado comprender la esterilidad de los empeños por
derrotar militarmente a una organización guerrillera que sobrevivió a
más de cinco décadas de acoso militar.
Por ello, los partidarios de la paz en Colombia deben hacer frente,
hoy, a un desafío aun mayor del que representaron las dificultades de la
negociación, la desmovilización, el reagrupamiento y el desarme de los
ex guerrilleros: para que la paz pueda cobrar cuerpo y prosperar,
deberán derrotar políticamente a los partidarios de la venganza, la
guerra y la muerte. Por el bien de todos los colombianos, de los
latinoamericanos y del mundo, cabe hacer votos por que lo consigan.
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