Estados Unidos en último término
Tom Dispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
¿Dejará Trump sentado un récord para los libros de historia?
En
su propia y caótica manera, es maravilloso contemplarlo. Como
corresponde a los sueños más locos de nuestro presidente, podría incluso
resultar un récord que durara épocas, uno para los libros de historia.
Después de todo, él fue el candidato que lo intuyó primero. Cuando
quienes eran sus adversarios, al igual que los demás políticos de
Washington, insistían todavía en que Estados Unidos continuaba estando
en lo más alto, que no era una –sino la– “nación indispensable”,
la única verdaderamente “excepcional” sobre la faz de la Tierra, él dijo
algo diferente. Basó su campaña en la decadencia de Estados Unidos, en
la creciente falta de excepcionalidad del país, en su potencial calidad
de prescindible. Se montó sobre la expresión “otra vez” –como en
“hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez– dado que (eso
estaba implícito) ya había dejado de serlo. Y juró que él –y solo él–
era la mejor opción para que los estadounidenses, o al menos para
quienes no eran inmigrantes y tenían la piel blanca, volvieran a vivir
días mejores.
En ese sentido, él fue nuestro primer candidato de
la decadencia; si eso no os dijo algo durante la campaña electoral,
debería haberlo dicho. Se trata de un hecho incuestionable: él tocó una
fibra sensible, hizo sonar una campana.. Porque en el país profundo era
posible sentir una oscura realidad que no era palpable en Washington. El
país más rico del planeta, el de mayor poderío militar en la historia
de... bueno, nadie, en algún sitio, en algún momento (o eso se nos dijo
una y otra vez)... era incapaz de ganar una guerra, ni siquiera gastando
billones de dólares del contribuyente; con la fuerza de sus armas, solo
era capaz de extender el caos.
Mientras tanto, en casa, a pesar
de tanta riqueza, a pesar de la abundancia de milmillonarios –entre
ellos, quien competía por la presidencia–, a pesar del paraíso
corporativo habitado por Google y Facebook y Apple y demás, segmentos de
este país y su infraestructura estaban empezando a sentirse claramente
tercermundistas (para usar una palabra de otro universo). Trump también
lo sintió. Decía frecuentemente cosas como esta: “Gastamos seis billones
de dólares en Oriente Medio y no conseguimos nada... Y tenemos un
sistema aéreo obsoleto. Nuestros aeropuertos son arcaicos. Nuestros
ferrocarriles son vetustos”. Y esto: “Nuestros aeropuertos se parecen a
los de un país del tercer mundo”. Y sobre la destartalada
infraestructura del país no podría haber estado más acertado.
En
algunos sectores, los trabajadores blancos y los estadounidenses de
clase media de este país sentían que el futuro ya no les pertenecía, que
tampoco sus hijos tendrían las posibilidades que ellos habían tenido,
que ellos mismos estaban cada vez más lejos de tener las oportunidades
que habían tenido. El ‘Sueño Americano’ parecía estar adquiriendo un
aspecto casi de pesadilla, ya que el valor real del salario medio de un
trabajador no había aumentado desde los setenta, ya que el costo de una
formación universitaria se había disparado y el peso de la deuda
educacional para los hijos con deseos de avanzar era asombroso, ya que
la sindicalización estaba cayendo vertiginosamente y la desigualdad en
los ingresos había crecido como nunca en la historia... bueno, ya
conocéis la historia, la conocéis muy bien. Fundamentalmente, para ellos
la expresión ‘Sueño Americano’ parecía ser cada día más una marca
registrada de la que alguien se había apropiado.
¿Indispensable? ¿Excepcional? ¿Este país? Ya no lo era más. Por lo que estaban viviendo, ya no lo era.
Debido
a eso, Donald Trump, se llevó el premio mayor de la lotería. Accedió al
Despacho Oval con casi el 50 por ciento de los votos y una base
fervorosa por sus promesas de volver a hacer todo otra vez, en el estilo
de los años cincuenta.
El discurso promocional del
multimillonario empresario fue extraordinario. Prometía un futuro de
estratosférico esplendor, de grandeza a escala histórica. Prometía
mantener lejos a los malignos –los violadores, los ladrones de puestos
de trabajo y los terroristas–, ponerlos detrás de un muro o incluso
prohibirles que alguna vez viajaran a este país. También prometía
establecer unas marcas increíbles, unos récords que solo un
mega-empresario como él era concebible que pudiera conseguir, el tipo de
marcas totalmente estadounidenses que este país no veía desde hacía
mucho, mucho, tiempo.
Y muy pronto en la era Trump, parece como si
–en una puntuación, al menos–, él pudo entregar algo a los libros de
récords y regresar a los tiempos en que quienes registraban los actos de
gobierno lo hacían rayando una placa de arcilla o un trozo de cera. En
este punto, existe al menos la posibilidad de que Donald Trump pueda
presidir la más repentina decadencia de una potencia realmente dominante
en la historia, una potencia que hasta hace poco se consideraba que
estaba en la cima de la gloria. Podría resultar que fuera una caída muy
prolongada. Es cierto que otra superpotencia de los tiempos de la Guerra
Fría –la Unión Soviética– se derrumbó en 1991, en lo que fue la forma
más fulminante imaginable de dejar el escenario global. Aun así, a pesar
de que el “imperio del mal”, como se le llamaba en esa época, la URSS
fue siempre la segunda, la más débil, de las dos superpotencias. Nunca
se acercó a Roma, a España o a gran Bretaña. En el caso de Estados
Unidos, estamos hablando de un país que hasta no hace mucho tiempo se
veía a sí mismo como la única gran potencia que quedaba en el planeta
Tierra, “la superpotencia solitaria”. Era la única que se mantenía en
pie, triunfante en el final de una historia de rivalidad de grandes
potencias que evocaba una época en la que los grandes navíos de guerra
hechos de madera irrumpieron por primara vez en un mundo más vasto y
empezaron a conquistarlo. Se mantuvo sola en lo que, como a sus
defensores les gustaba proponer en ese momento, el fin de la historia.
Aplicando el poder duro a un mundo fallido
Tal
como lo percibimos, parece bastante posible que veamos al presidente
Trump, en vivo, tweet tras tweet, discurso tras discurso, danza de las
espadas tras danza de las espadas, intervención tras intervención, acto
tras acto, en el proceso de desmantelamiento del sistema global de poder
–sobre todo, del ‘poder blando’ y de las alianzas de todo tipo– por
medio de las cuales Estados Unidos hizo sentir su voluntad y se
construyó como verdadero árbitro mundial. Ya sea que sus políticas de
“Estados Unidos primero” estén apuntando a la creación de un futuro
orden de autócratas, o petro-estados, o que sean apenas la expresión de
sus libidinosos impulsos y odios secretos, quizás ya esté teniendo éxito
en la tarea de desmontar el orden mundial de una forma que no tiene
precedentes.
Pese a las creencias dominantes hoy acerca de la
naturaleza del sistema que Donald Trump está desmantelando en Europa y
otros lugares, este sistema era cualquier cosa menos “tolerante” o
particularmente pacífico. Guerras, invasiones, ocupaciones, gobiernos
debilitados o derribados, acciones brutales y conflictos de todo tipo se
sucedieron unos a otros en los años del esplendor estadounidense. Las
administraciones que pasaron por Washington tuvieron una notable
debilidad por los autócratas; en esto, nada se diferenciaban de lo que
hoy hace Donald Trump. Por lo general, no tenían el menor respeto por la
democracia, ya fuera en Irán, Guatemala o Chile; la voluntad popular
parecía interponerse en el camino de Washington (es una ironía de
nuestro tiempo, como Vladimir Putin tuvo el placer de señalar
recientemente, que el país que se ha entrometido en más procesos
electorales, que ha debilitado y derribado gobiernos como ningún otro,
esté tan irritado por la posibilidad de que una de sus elecciones haya
sido manipulada desde fuera). Para hacer valer su sistema mundial, los
estadounidenses no tuvieron reparos en torturar, crear prisiones
clandestinas, asesinar y emplear otras nefastas prácticas. En esos años,
Estados Unidos llevó soldados a cerca de mil bases militares fuera de
sus fronteras, un despliegue planetario como ningún otro país había
tenido nunca.
No obstante, la cancelación del acuerdo comercial
transpacífico (TTP), la retirada del acuerdo climático de París, las
amenazas lanzadas hacia el acuerdo comercial NAFTA, el debilitamiento de
la OTAN, la promesa de arancelar los bienes de importación (y las
potenciales guerras comerciales que podrían acompañar a cada uno de
estos acontecimientos) podrían recorrer un largo camino en la dirección
del desbaratamiento del sistema global estadounidense de poder blando y
dominación económica tal como ha existido en estas últimas décadas. Si
esas acciones y otras similares se hacen efectivas en los meses y años
por venir, dejarán solo un tipo de poder en el temblequeante poder
militar –duro– estadounidense, y su sirviente, el poder encubierto en el
que Washington –particularmente mediante la CIA– lleva tiempo
especializándose. Si las alianzas de Estados Unidos se resquebrajan y su
poder blando se convierte en uno demasiado irritable o tenso para
seguir siendo aceptado como dominante, su enorme maquinaria de
destrucción continuará intacto, incluyendo su formidable arsenal
nuclear. Mientras, en la era Trump, es evidente la decisión de recortar
los gastos de todo tipo en el ámbito nacional, y volcar aún más dinero
destinado a las fuerzas armadas, que ya están financiadas a un nivel que
no alcanzan –combinadas– las otras potencias importantes.
Si se
tienen en cuenta los últimos 15 años, no es difícil imaginar qué es
posible que suceda con el aumento del poder militar: el desastre. Esto
es especialmente cierto cuando Donald Trump ha nombrado a un grupo de
generales en los puestos clave de su administración, unos generales que
durante la última década y media combatieron las catastróficas guerras
de Estados Unidos en todo el Gran Oriente Medio. No solo son
absolutamente incapaces de pensar algo que no sea la aplicación del
poder militar, sino que enfrentados con la crisis de las guerras
fracasadas y países fallidos, de la proliferación de grupos terroristas y
el creciente número de refugiados en una vasta y decisiva región, es
evidente que solo son capaces de imaginar una única solución para
cualquier problema: más de lo mismo. Más tropas, más mini-invasiones,
más ataques aéreos, más incursiones con drones... más de lo mismo.
Después
de una década y media de ese tipo de pensamiento, ya sabemos
perfectamente cual es el final: más fracasos, más caos y sufrimiento,
pero sobre todo la incapacidad de Estados Unidos de aplicar con eficacia
su poder duro allá donde sea de una forma que no empeore las cosas.
Dado que, además, la administración Trump está plagada de iranófobos
–empezando por un presidente que muy recientemente se reunió con la
familia real saudí en un intento de aislar y debilitar un poco más a
Irán–, la posibilidad de que una versión ‘militares primero’ de la
política exterior estadounidense se extendiera aún más no hace más que
crecer.
Ese pensamiento basado en la idea de ‘más’ es típico
también del resto de los personajes que hoy ocupan posiciones clave en
la administración Trump. Ahí está la CIA, por ejemplo. Se dice que por
orden de su nuevo director, Mike Pompeo (claramente, un tipo que tiene
el chip ‘más’ implantado en la mollera y un iranófobo de primer orden),
se han cubierto dos cargos clave: un nuevo jefe de contraterrorismo y un
nuevo encargado de operaciones en Irán (identificado recientemente como
Michael D’Andrea, un partidario de la línea dura de la Agencia cuyo
apodo es “el Príncipe Oscuro”). Así es como Matthew Rosenberg y Adam
Goldman del New York Times describieron hace pocos días su
enfoque de ambos cargos: “La nueva función del señor D’Andrea forma
parte de varios movimientos dentro del organismo de espionaje que
indican un enfoque más musculoso de las operaciones encubiertas
con el liderazgo de Mike Pompeo, republicano conservador y ex
congresista, dicen los funcionarios. Recientemente, la Agencia nombró
también un nuevo jefe de contraterrorismo, quien ha adelantado una mayor
latitud para atacar a los terroristas”.
Para decirlo de otro modo: ¡más!
Quédese
tranquilo el lector de una cosa: más allá de lo que Donald Trump
consiguiera en su designio de desmantelar la versión estadounidense del
poder blando, “sus” generales y agentes de espionaje manejarán
hábilmente la parte ‘poder duro’ de la ecuación.
El primer anunciante del ‘Estados Unidos en último término’
Si
en relación con la vertiginosa caída del sistema mundial estadounidense
la presidencia Trump consigue un récord histórico, con la poca
disposición que Donald tiene para compartir el mérito de algo, en ese
logro sin duda tendrá que hacerlo. Es verdad que los reyes, emperadores y
tiranos, quienes detentan el poder máximo en un momento dado, prefieren
quedarse con todo el crédito por los “récords” conseguidos en su
tiempo. Sin embargo, cuando miramos atrás, probablemente el presidente
Trump será recordado como quien diera el empujón necesario a una
estructura que se tambaleaba. Sin duda, para entonces será bastante
claro que Estados Unidos, que en 1991 –desaparecida la Unión Soviética–,
que estaba en lo más alto del poder de cualquier potencia,
aparentemente en ese momento empezaba a avanzar hacia los éxitos, aunque
envuelto con su aura de autocomplacencia y triunfalismo.
De no
haber sido por esto, Donald Trump no habría ganado las elecciones de
2016. Después de todo, no fue él quien hizo que el interior profundo de
Estados Unidos se sintiera cada vez más tercermundista. No fue él quien
gastó billones de dólares en desastrosas invasiones y ocupaciones,
guerras sin final, ataques con drones y operaciones especiales,
reconstrucciones y ‘deconstrucciones’ en un interminable guerra contra
el terror que hoy ya tiene todo el aspecto de una guerra realizada para
la propagación del terror. No fue él quien creo la creciente desigualdad
en este país ni quien produjo todos esos milmillonarios en medio de una
población que se sentía cada vez más dejado en la estacada. No fue él
quien subió las matrículas universitarias ni quien aumentó el nivel de
deuda de los jóvenes ni quien dejó que las carreteras y puentes se
viniesen abajo y los aeropuertos empezaran a parecerse a los del tercer
mundo.
Si tanto el sistema estadounidense mundial como el nacional
no hubiesen estado en descomposición antes de la entrada de Donald
Trump en escena, ese “otra vez” tan suyo no habría funcionado.
Pensémoslo de otra manera: cuando Estados Unidos estaba de verdad en el
apogeo de su predominio y poder económico, los líderes estadounidenses
no tenían necesidad de hablar continuamente de lo “indispensable” o
“excepcional” que era este país. Eso no se mencionaba porque era
demasiado obvio. Algún día, un historiador puede utilizar esas
mismísimas palabras dichas por algunos presidentes y otros políticos de
este país (y sus afirmaciones de que, por ejemplo, las fuerzas armadas
de Estados Unidos eran “la más maravillosa fuerza de combate que el
mundo haya visto en su historia”) como un conjunto de indicadores cada
vez más defensivos para medir la decadencia del poder estadounidense.
Por
lo tanto, esta es la cuestión: cuando lleguen a su fin los años (¿o los
meses? Trump, ¿no será acaso Estados Unidos un país paria en lugar de
la nación más excepcional del planeta? ¿Será todavía ese “otra vez” el
relato del año, la década, el siglo? ¿Acabarán siendo los últimos
paladines del ‘Estados Unidos primero’ los primeros en anunciar el
‘Estados Unidos en último término’? ¿De verdad será este un récord para
asentar en los libros?
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
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