Por: Silvio Rodríguez
Cuando yo era niño aún se veían
viejos mambises por las calles, algunos con medallas en sus pechos. Eran
combatientes del Ejército Libertador, ya muy mayores, que llevaban con
dignidad el único premio a sus sacrificios; ancianos que la gente miraba
con respeto. Se hablaba bajo en sus presencias venerables.
Hoy sábado, temprano, estuve en un sencillo acto en el parque del
reparto Elena, en La Lisa, donde se entregaba la medalla 60 Aniversario
de las Fuerzas Armadas Revolucionarias a combatientes veteranos.
Así
respondí a la invitación de uno de los premiados, el teniente coronel
(r) Rafael González Cid, pariente mío. También encuentro a Oscar de los
Reyes, viejo amigo de aquellos tiempos duros, madrugados en Coppelia.
Había decenas de mujeres y hombres frente a una mesa llena de cajitas.
Luego, certificación en mano, la tropa distinguida pasó en rápida fila
ante los compañeros que entregaban el reconocimiento.
Fue inevitable que escrutara los rostros, las manos, las muy
sencillas vestimentas de aquel grupo de personas de avanzada edad. Y por
más que traté, seguro no pude imaginar cuantos peligros,
desgarramientos, sacrificios y convicciones reunían. Estaba ante
mambises de estos tiempos, los que de nuevo entregaron todo, hasta sus
vidas, por respeto a aquellos otros que vi en mi infancia, todos
seguidores de un sueño de Nación, más que digna dignificada, que se ha
venido construyendo con sangre, sudor y tesón de generaciones.
Una señora, llena de medallas, se me acerca con su bella sonrisa y me
dice que su esposo, combatiente también, ya fallecido, era de San
Antonio y que vivieron en La Loma, en la Calle Ancha, muy cerca de donde
yo nací. Otro me dice que es hermano de Ciro Berrios –y recuerdo a
Ciro, hombre que cantaba lindo allá en Cabinda, que me había prometido
llevarme a una operación y me dejó durmiendo, y ese mismo día cayó en
una mina–, Canción para mi soldado. Viene uno más, andando con
dificultad, apoyado en la silla de ruedas en la que debería estar
sentado –pero cómo recibir una distinción si no es de pie—, a quien le
digo “estás en el duro” y me contesta que del caballo no hay quien lo
tumbe.
Un milagro sin bombos ni platillos –ni blablabás oportunistas–, que
sencillamente ocurre en un rincón perdido de una ciudad y de un país que
no caben en sí mismos de lo mucho que son, por lo que guardan, sí, pero
sobre todo por quienes los han guardado.
La infancia corretea por los alrededores. Caigo en cuenta de que uno de aquellos niños soy yo.
(Tomado de Segunda Cita)
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