Carolina Vásquez Araya
Vivir la infancia en Guatemala es como una condena a cadena perpetua. Para miles de niñas y niños, su ambiente es el menos propicio para desarrollarse de manera saludable y sin amenazas a su integridad. Guatemala se ha transformado en el paraíso para quienes se dedican al lucrativo negocio de la trata de personas, las adopciones ilegales y la explotación laboral de niñas y niños en edad escolar. Un paraíso en donde la pobreza extrema y la ausencia de protección para la niñez y la juventud son los puentes por donde se trafican sus derechos.
La infancia es una etapa crucial para el desarrollo de un país, pero en Guatemala el Estado ha tomado el rumbo opuesto, abandonando su obligación de proporcionar a estas nuevas generaciones las condiciones propicias para su óptimo desarrollo. En este abandono, la mitad de la población infantil guatemalteca ha pasado a engrosar las filas de la desnutrición crónica como la condena segura hacia un futuro incierto, plagado de amenazas y de miseria.
En el Día de la Niñez estamos obligados a ver las condiciones de explotación y pauperismo a la cual el estrecho círculo del poder económico y político ha empujado a este segmento tan importante en la vida de la Nación. Carentes de visión y de calidad humana, a estos poderosos dueños de la vida y de la muerte les ha parecido una política inteligente el mantener a la mayoría de la población en condiciones de impotencia.
El control social de tal naturaleza no siempre es la palanca para el desarrollo. De hecho, no lo es en ningún caso. El camino a la prosperidad no se pavimenta con analfabetismo, impunidad, clientelismo ni explotación laboral infantil. Con estos elementos —tan abundantes en Guatemala— solo se logra miseria y esa vergüenza que nos invade con cada entrega del informe de Desarrollo Humano elaborado por la ONU.
La niñez de Guatemala —y también el amplio sector de la juventud— se enfrentan a un mundo lleno de obstáculos, en donde ser niña o niño es un riesgo constante de abuso, dolor y muerte. Esta realidad, que actualmente vemos con resignación y tristeza, no debería ser irreversible ni el destino fatal de nuestros hijos y nietos, al atentar contra sus derechos y los de toda la sociedad.
La responsabilidad por el futuro de este país es de la ciudadanía y, en las circunstancias actuales, cuando está a las puertas de elegir a un nuevo presidente de la República, esta tiene obligación de reflexionar no solo respecto de cuál será el candidato idóneo para asumir el reto, sino qué hará para obligarlo a asumirlo.
Cruzarse de brazos ante el irrespeto por la vida y los derechos de la niñez y la juventud no es ya una opción para nadie; el involucramiento es un deber cívico para todos sin excepción, porque una niña violada o un niño desfalleciente de hambre son un pedazo de independencia menos, un poco menos de dignidad nacional.
Este importante día hay que pensar en cómo rescatar a miles de nuevos habitantes de un destino fatalista y carente de futuro. Es un momento para comprender por qué, si se busca el desarrollo y la prosperidad, se permite y avala la destrucción de quienes están en esta tierra para hacerlos realidad
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