Guatemala
cuenta con una gran dotación de fuentes de agua dulce y un potencial
hidroeléctrico que ha hecho que el país se consolide como una plataforma
de producción de energía barata para el resto de la región. Además,
existe un generoso régimen de deducciones fiscales, exoneraciones
aduaneras e incentivos administrativos que hacen que la inversión en
este sector sea muy rentable para empresas, tanto nacionales como
transnacionales. Un negocio muy atractivo para las oligarquías, que han
diversificado sus negocios renovando sus estrategias de reproducción del
capital. Pero también para el capital transnacional, que en muchos
casos articula alianzas locales para promover proyectos de generación
hidroeléctrica, y en otros participa como contratista en alguna fase de
las obras.
Estos megaproyectos se insertan en una dinámica
social de gran sensibilidad, puesto que muchas de las zonas donde se
desarrollan carecen de servicios básicos, como energía o agua. Desde la
privatización del sector eléctrico en los años noventa hay una gran
conflictividad en las áreas rurales debido a la baja cobertura, baja
calidad del servicio y tarifas abusivas por parte de las empresas de
distribución eléctrica, en muchos casos en manos de capital extranjero.
Esta ausencia de una política efectiva de electrificación en las zonas
rurales, así como de cobertura y acceso al agua potable, afecta
especialmente a determinadas zonas del país, implicando un acto de
discriminación estructural por parte del Estado guatemalteco hacia la
población indígena, que ya de por sí establece un marco de condiciones
muy delicadas a la hora de propiciar la aceptación de proyectos
hidroeléctricos que no dejan beneficios tangibles en las comunidades en
que se implementan y sin embargo, dejan enormes costes y daños sociales y
ambientales.
Mientras todos los países de la región han hecho
avances extraordinarios en legislar a favor de la inversión extranjera,
así como en desregular y dar facilidades a la entrada de capital
extranjero, sigue siendo muy débil el marco de protección del derecho
humano al agua y al saneamiento, al igual que los derechos colectivos de
los pueblos indígenas, como el derecho al territorio, el derecho a la
consulta libre e informada, o el derecho a la no discriminación, con
retrocesos significativos durante el anterior gobierno de Pérez Molina.
Este punto de partida, junto con la expansión de las empresas
extractivas en busca de recursos naturales en otros países, reproducen
patrones colonizadores y, en ausencia de un marco protector, derivan en
el acaparamiento de recursos y generan violaciones dramáticas de los
derechos humanos, atentando contra los principios más elementales de la
reproducción de la vida tanto de personas como de comunidades en
situación de vulnerabilidad.
La globalización del capital y el
desarrollo de los mecanismos que favorecen y facilitan su acumulación se
hace al margen de adecuados marcos de análisis de impacto social y
ambiental y al margen de los derechos humanos. A pesar de los avances y
compromisos internacionales, estos siguen quedando fuera del marco
regulador de la inversión extranjera, de los tratados comerciales y, en
algunos casos, de las políticas de cooperación.
Las violaciones de derechos humanos se producen a menudo en contextos acompañados de una arquitectura jurídica de la impunidad
y de protección del comercio y las inversiones, con estructuras de
poder que en muchos casos se alían con las empresas para proteger sus
intereses por encima de los de la población.
Una investigación que acaba de publicarse
ha abordado esta problemática en Guatemala a partir del análisis de dos
estudios de caso, el proyecto Cambalam de Hidro Santa Cruz en Barillas y
el complejo hidroeléctrico Renace en Carchá. Las conclusiones de ambos
casos evidencian la vulneración múltiple y sistemática de los derechos
humanos que va asociada a este tipo de proyectos, y al mismo tiempo el
entramado tan complejo y bien organizado de un régimen de impunidad y de
desprotección de la población indígena.
En ambos casos se
detectaron factores vulneradores del derecho a la consulta libre e
informada, con insuficiente información, coacciones y amenazas, e
incluso represalias por parte del ejército y la policía, pero también
vulneración del derecho al agua y al saneamiento, con acciones de
privatización del uso del río, que en la cosmovisión indígena es
elemento articulador del territorio.
Se ha evidenciado también
la estrategia deliberada de criminalización y de persecución judicial a
líderes comunitarios e indígenas que se oponen a los proyectos
hidroeléctricos y que defienden el territorio y los derechos de las
poblaciones afectadas, junto a un clima de desprotección que ha afectado
sobre todo a las mujeres. Esta investigación permitió recoger indicios
del clima de temor, sometimiento y discriminación, y abuso de autoridad,
que ha impedido los derechos de participación, expresión y libertad de
movimiento por parte de las personas de estas comunidades.
Se
han recogido testimonios de agresiones sexuales a mujeres en el marco de
la gran conflictividad que generaron ambos proyectos hidroeléctricos,
que requerirían seguir siendo investigadas en profundidad. En el caso de
Hidro Santa Cruz (Barillas), han sido siete causas judiciales abiertas
contra líderes comunitarios, llegando a emitirse hasta 65 órdenes de
captura. Muchos líderes han sido encarcelados a partir de procesos
indebidos plagados de vicios procesales, detenciones arbitrales e
irregularidades que incluso fueron señaladas por el Grupo de Trabajo
sobre Detenciones Arbitrarias de Naciones Unidas. Los errores cometidos
por la justicia no han conllevado reparación del enorme daño causado a
las víctimas.
La investigación ha visibilizado el rol de estas
empresas, que incurren en modelos de negocio, estrategias empresariales y
prácticas comunitarias que vulneran los derechos de la población,
eludiendo el deber de transparencia y control social de los impactos
sociales y ambientales, y generan además división y desarticulación del
tejido social: compras de tierras con engaños, apoyos sociales
condicionados a la aceptación del proyecto, infiltración en las
asambleas comunitarias… Hidro Santa Cruz contrató a un exmilitar
condenado por delitos de narcotráfico como responsable del área social
de la empresa y en Carchá se denunció incluso la posible participación
de personal directivo de Renace en la desaparición de una persona de la
comunidad.
La renovación de las estrategias de responsabilidad
social empresarial, con discursos más elaborados, sirve para encubrir en
muchos casos la enorme conflictividad asociada a este tipo de
proyectos. Y esta impunidad en las actuaciones empresariales se acompaña
del incumplimiento del Estado de sus obligaciones de respetar, proteger
y hacer cumplir los derechos humanos, en muchos casos poniendo incluso
instituciones estatales al servicio de los intereses de las empresas,
por encima de los derechos de la población.
Mientras tanto,
desde los años setenta hay un debate en Naciones Unidas sobre la
necesidad de crear normas obligatorias para empresas transnacionales en
derechos humanos. Los Principios Rectores sobre empresas y derechos
humanos, más conocidos como Principios Ruggie, fueron aprobados
por el Consejo de Derechos Humanos en 2011 y pretenden aportar elementos
de reflexión sobre un marco de protección de los derechos humanos por
parte de las empresas que incorpore los criterios de protección, respeto
y remedio así como el ejercicio de la debida diligencia. Sin embargo,
no son de carácter vinculante ni cuentan con mecanismos para su
exigibilidad.
En 2014, se aprobó en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU la creación de un grupo de trabajo para la elaboración de un instrumento internacional que sea jurídicamente vinculante
y que aborde la responsabilidad extraterritorial de las empresas
transnacionales. Es un reto pendiente, y cada vez más necesario.
Antonio Rodríguez-Carmona y Elena de Luis Romero, autores de la investigación Hidroeléctricas
insaciables en Guatemala. Una investigación del impacto de Hidro Santa
Cruz y Renace en los derechos de los pueblos indígenas.
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