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lunes, 28 de noviembre de 2016

American Curios Milagros


La Jornada 
David Brooks
Foto
El pasado viernes 26 de noviembre falleció Bernardo Álvarez Herrera, quien se encontraba en ejercicio 
de sus funciones como embajador de Venezuela ante la OEA. También fue representante diplomático
 venezolano ante Estados Unidos entre 2003 y 2010. Más allá de sus talentos como diplomático, 
era un creador de y para el colectivo. La imagen es de 2007Foto Ap

Los milagros no caen del cielo, se hacen en la tierra con sueños, puños y amor. A veces se desvanecen, o se distorsionan, a veces permanecen; dependen de los veladores, los serenos, de esos milagros. Y dependen de nuestra memoria colectiva, que nos reta a tener la estatura para defender, proteger y respetar esos milagros. No hay mayor crimen que extinguir un milagro.
No tengo la capacidad lírica o analítica para abordar qué significa la muerte de una figura como Fidel y su insistencia en los milagros, en su audacia necesaria para desafiar a los que buscan que todos nos sometamos sólo a lo posible. Pero su muerte y, ese mismo día, la de nuestro amigo Bernardo Álvarez Herrera, me detona la necesidad urgente de intentar ponderar en voz alta eso de los milagros colectivos.
Hay gente que sabe crear milagros colectivos. Construirlos, alimentarlos y defenderlos. Casi siempre lo hacen a un gran costo personal, pero uno jamás se entera. No se sabe si ni ellos lo saben. Crear algo colectivo es lo más difícil en este mundo, que suele estar dedicado a destruirse. Nada es más fácil que destruir, y casi siempre –y desafortunadamente esto es hasta común entre los que se dicen progresistas– se hace con justificaciones retóricas expresadas en un vocabulario disfrazado de lo opuesto, de la defensa de los derechos y la justicia y libertad. Eso es muy fácil y tiene efectos trágicos cuando derrumba algo creado de la nada, de lo imposible, de puro corazón y fe inquebrantable en los demás. Justo por ello, toda creación colectiva es, por eso, un milagro.
Bernardo, más allá de sus talentos como diplomático, era un creador de y para el colectivo. Atrevido y amante de la vida, de su sabor, su música y los sueños colectivos. Por eso era un gran amigo de cualquiera que él sospechaba –y lo sospechaba de demasiados, pero sólo por ello al hacerlo los elevaba– compartían ese amor. Les contaba cuentos y dichos e historias y, con un cuatro o guitarra en las manos, les cantaba canciones de su país o de México (amaba la música y la cultura mexicana, la última vez que lo vi estaba cantando Juan Charrasqueado), y los invitaba a sumarse a la creación de algo colectivo. No aguantaba la soledad. Se rebelaba contra ella y con ello jalaba a otros de sus aislamientos. Aun cuando uno no quería.
Coqueteaba con todos y de repente armaba complicidades para crear milagros y defender otros a pesar de las derrotas, sin parar.
Lo conocí cuando era embajador en Washington de uno de los más grandes y nobles experimentos populares en tiempos recientes, asignado a ser representante de un sueño bolivariano socialista en salsa de Miranda y Martí en el mero ombligo del proclamado enemigo de ese sueño. Una de mis primeras preguntas fue por qué Hugo Chávez hacía cosas tan locas que podrían ser contraproducentes para la relación con Washington y otros países. Me respondió que si yo pensaba que el mundo como estaba era lógico, que si las políticas de Washington eran razonables; ante ello, preguntó, para qué sirve portarse bien, mejor decir las cosas como eran.
Vale recordar que Chávez y su equipo, incluido Bernardo, y su pueblo, encabezaron un desafío sin precedente al proyecto hegemónico de Estados Unidos en el hemisferio, y triunfaron. Con una pala en la mano, Chávez proclamaría que los pueblos latinoamericanos a través de sus gobiernos progresistas llegaron para enterrar el proyecto neoliberal denominado el consenso de Washington, y eso marcó el funeral del Acuerdo de Libre Comercio de las Americas (ALCA).
Pero la política hacia Estados Unidos no se limitó al enfrentamiento con Washington. Bernardo, como embajador de Chávez, fue uno de los arquitectos y, más difícil aún, implementador, de una de las políticas más novedosas hacia Estados Unidos. Mientras enfrentaban abiertamente políticas intervencionistas de Washington, a la vez ofrecían una política de solidaridad concreta con el pueblo de Estados Unidos. En el caso de Venezuela, esto se expresó con calor: desde abrazos culturales extraordinarios (para empezar por la música, con su corona, la Orquesta Sinfónica Simon Bolívar) hasta la calefacción para los más pobres.
Álvarez, siempre inquieto, viajó extensamente por este país, sobre todo a las zonas más marginadas, lugares que ningún otro diplomático latinoamericano ha visitado, y desde ahí, en nombre de un pueblo y líder desconocido, ofreció millones de dólares en combustible para la calefacción de los pobres en los inviernos de este país. Esto sucedió en las sombras de ciudades riquísimas como Nueva York, en comunidades olvidadas como reservaciones indígenas en el noreste y el medio oeste, y hasta en comunidades de Alaska. No conozco a ese señor Chávez, pero le quiero dar un gran abrazo a él y a su pueblo, comentaba una abuela a Bernardo en el sur del Bronx al recibir la solidaridad.
Bernardo, más allá de sus actividades diplomáticas formales, también logró crear solidaridad –de la verdadera– en todos los niveles de Estados Unidos, desde intelectuales y artistas hasta sindicalistas, desde líderes sociales latinos y afroestadunidenses hasta estudiantes y empresarios (incluso petroleros). No temía decir sus verdades. Gozaba más que nada buscar, entre el humor (aunque a veces con chistes malísimos) y la disciplina de sus tareas oficiales, crear, impulsar y defender lo más frágil y delicado: la creación de milagros colectivos.
Mucho de esto, lo de Bernardo y su pueblo, ni hablar lo de Cuba, y lo de Estados Unidos, ha sido registrado durante más de tres décadas por este periódico que de eso mismo nace, de un milagro colectivo.
Los que saben crear milagros colectivos regalan no el milagro en sí, sino algo aún más excepcional: la invitación a crear y forjarlos con ellos. A los que tenemos la gran fortuna y el gran privilegio de ser participantes en ellos, nos toca decidir cada día si defenderlos o no. Los enemigos de los milagros colectivos –los que gozan de insistir en que todo eso es imposible– esperan cada día ver qué decidimos. Ante tal decisión, no hay neutrales.
“Lo imposible es posible… los locos somos cuerdos”. José Martí.

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