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domingo, 20 de noviembre de 2016

El affaire Trump y el desastre de la diplomacia mexicana



Carlos Fazio /II
La Jorenada 
El proceso de militarización y paramilitarización de México bajo el paraguas de la Casa Blanca y el Pentágono, iniciado por Ernesto Zedillo y profundizado durante los regímenes autoritarios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, sumado al entreguismo supino del dúo Fox/Catañeda Gutman con su cesión inteligente de soberanía, tuvo como telón de fondo los megaproyectos diseñados en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y el Plan Puebla-Panamá (PPP), como parte de una nueva fase de acumulación capitalista por despojo que tendrá un nuevo ciclo de superexplotación y violencia de Estado a corto plazo en las áreas de las llamadas zonas económicas especiales.
Cabe consignar que desde la entrada en vigor del TLCAN, en 1994, que significó el libre tránsito transfronterizo de capitales y mercancías, pero no de personas, la tarea de protección de los mexicanos en el extranjero −en particular en el territorio estadunidense− se convirtió en la espina dorsal del servicio exterior mexicano, con eje en la delicada y ardua labor consular, considerada el patito feo del sector.
Aunado a lo anterior, y más allá de los mitos creados en torno a la esencia del ser y el quehacer de los agentes diplomáticos (sean embajadores o cónsules), se han acentuado desde entonces las contradicciones entre los profesionales de tiempo completo (o de carrera) y los designados (o políticos), amén de la añeja distinción −o cuasi total divorcio− entre la rama consular y la diplomática, misma que se ha ido erosionando más a partir de que debido a las coyunturas, los enroques sexenales y la conveniencia e intereses de distintos grupos de poder, cualquier recomendado o influyente puede ser hoy diplomático en cualquier plaza y al margen de la ley del Servicio Exterior Mexicano (SEM).
Así, merced al nepotismo, el amiguismo, el clientelismo, la corrupción o el capricho del presidente de la República y los padrinos de su círculo áulico, la diplomacia, entendida como la ciencia o conocimiento de los intereses y las relaciones de unas naciones con otras, y como una profesión sinónimo de habilidad, sagacidad, discreción, tacto, ecuanimidad y en ocasiones disimulo, ha devenido en el caso mexicano en una virtual agencia de colocaciones fast track o de chambismo bien remunerado para ex secretarios de Estado, ex funcionarios gubernamentales, ex legisladores, empresarios y políticos en desgracia −muchos sin capacidad ni experiencia para la función y los rigores del protocolo, y algunos impresentables, de dudosa catadura moral o francamente frívolos−, cuyos nombramientos no pasan ni siquiera por la ratificación del Senado.
Ejemplos sobran. En Barcelona, el nombre y la imagen de México, que un funcionario del servicio exterior debe defender con dignidad, son representados desde octubre del año pasado por el ex gobernador de Veracruz Fidel Herrera Beltrán, a quien en 2013 la revista Forbes nombró como uno de los 10 mexicanos más corruptos. El nombre de Fidel Herrera fue mencionado en un juicio en Austin, Texas, que declaró culpables de lavado de capitales y arreglo de carreras a José Treviño Morales –hermano de Miguel Ángel, presunto líder de Los Zetas− y otros coacusados, entre ellos el empresario Francisco Pancho Colorado, señalado como operador financiero de ese grupo de la economía criminal, con quien el veracruzano gustaba montar a caballo. Además, durante su gestión como gobernador, fueron asesinados o desaparecidos nueve periodistas y trabajadores de medios de comunicación de la entidad.
No se sabe por qué Peña Nieto lo envió de cónsul a la muy cosmopolita Ciudad Condal con un sueldo mensual de 8 mil 339.26 euros, y menos por qué el gobierno de España le brindó el exequátur (autorización definitiva). Más embarazoso resulta el hecho de que, en su caso, la Secretaría de Relaciones Exteriores cambió la denominación de Consulado General de Barcelona por la de consulado de carrera, artimaña legal mediante la cual Herrera pudo ser designado sin tener que pasar por la aprobación del Senado. A su vez, y merced a los favores de los titulares del ramo José Antonio Meade y Claudia Ruiz Massieu, el primogénito del ex gobernador, Fidel Herrera Borunda, con antecedentes de drogas y alcohol, fue colocado como encargado de asuntos comerciales y de cooperación en el consulado general de México en Vancouver, Canadá.
En los años 80, un claro ejemplo de una personalidad adversa a la fórmula que el embajador de carrera y ex presidente de la Asociación del Servicio Exterior Mexicano (ASEM), Raúl Valdez Aguilar, definía como propia del carácter de la diplomacia, la discreción, fueron los sucesivos nombramientos de Agustín Barrios Gómez −hombre fatuo y superficial, a la sazón dueño de restaurantes y clubes nocturnos−, como embajador en Canadá y Suiza y cónsul general en Nueva York, el consulado con mayor peso político en Estados Unidos. Entonces, su caso fue interpretado como parte de la cuota del consorcio Televisa en la ex cancillería de Tlatelolco, donde ese personaje que solía presentarse irónicamente como Agustín Barrios Gómez, de África Latina y que consideraba a México como un paisito, causaba molestia y era motivo de escándalo.
Si de banalidad y futilidad se trata, en los actuales tiempos posmodernos sobresale Tarcisio Navarrete Montes de Oca, quien como embajador en Honduras, en 2009, no advirtió a la SRE acerca del proceso que condujo al derrocamiento por un golpe de Estado del presidente constitucional José Manuel Zelaya. No obstante ese grave traspié diplomático, Navarrete fue castigado dos años después por su correligionario panista, el presidente Calderón, quien lo envió de embajador a Grecia, donde, según miembros del servicio exterior, dio pena ajena cuando en julio de 2013 se presentó en el quinto Festival LEA (Literatura en Atenas), entonando, entre otras, la canción de su propia autoría La sabiduría de los gatos…

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