Editorial La Jornada
La mayoría opositora en
la Asamblea Nacional de Venezuela tomó ayer el juramento a tres
legisladores pertenecientes a la Mesa de Unidad Democrática (MUD). De
tal forma, la coalición opositora consolidó el control que había asumido
la víspera sobre la instancia legislativa, luego de 17 años de
hegemonía chavista.
Cabe recordar que el arribo de los tres legisladores al parlamento
venezolano había sido puesto en suspenso desde la semana pasada por el
Tribunal Supremo de Justicia, en el contexto de una impugnación a la
elección en el estado de Amazonas que afectó también la proclamación de
un diputado oficialista. La determinación de los legisladores de la MUD
de tomar protesta a los tres representantes mencionados constituye,
pues, un desacato al ordenamiento judicial que ha sido repudiado por la
minoría oficialista.
De esa forma se profundiza en forma indeseable el zipizape
protagonizado por el chavismo y la oposición a raíz de las elecciones
del pasado 7 de diciembre, que terminaron por dar el control del cuerpo
legislativo a la segunda: mientras que Henry Ramos Allup, dirigente del
partido Acción Democrática (AD) y designado nuevo presidente de la
Asamblea Nacional venezolana, ofreció que desde esa instancia se
implementará en seis meses un mecanismo
para cambiar de gobierno, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, advirtió que defenderá con
mano de hierrola democracia y estabilidad del país, y retó a la oposición a convocar a un referendo revocatorio para
sacarlo del poder.
Aunque al término de los comicios tanto el presidente Maduro como la
dirigencia de la MUD hicieron llamados a la unidad nacional y a la
reconciliación, el hecho es que la derrota del chavismo gobernante y la
toma de control legislativo por la oposición han acentuado el carácter
de país polarizado y dividido que se manifestó en las urnas en las
elecciones de hace un mes. En ese contexto se presenta como sumamente
improbable la posibilidad de una convivencia armónica entre un Ejecutivo
progresista y un Legislativo dominado por la derecha –hegemónica en la
MUD, por más que en ella participen también otras corrientes–, y crece
la amenaza de llevar a la institucionalidad venezolana al inmovilismo,
en perjuicio de los habitantes de ese país.
Es innegable percibir en la agenda de la mayoría legislativa
venezolana una continuación de las políticas neoliberales y
potencialmente desestabilizadoras que se expresaron en años previos en
intentonas diversas por subvertir la institucionalidad democrática. No
obstante, las autoridades de Caracas perjudican su propia causa al
enfrascarse en el juego opositor y soslayar con tal actitud el mandato
popular que se expresó el 7 de diciembre, cuyo respeto debe ser un
precepto incuestionable y de aplicación universal de la democracia.
Para colmo, la crispación alimentada por el chavismo y la oposición
resulta particularmente contraproducente para el primero, en la medida
en que aporta argumentos a la campaña de la derecha venezolana, los
capitales trasnacionales y las figuras políticas extranjeras que se han
sumado, desde tiempos del difunto Hugo Chávez, al acoso en contra del
Palacio de Miraflores. El momento actual constituye, en suma, un reto
monumental para la institucionalidad venezolana y su ciudadanía.
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