Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Las conversaciones de paz entre la Insurgencia, -que responde al sentido de una organización con carácter político-militar, alzada en armas contra el estado- y; el Estado, representado por el gobierno actual en cabeza del presidente J.M. Santos, constituyen una posibilidad abierta para acercar puntos de vista distantes, antagónicos, sobre lo que debe ser la organización política, social y democrática del Estado en cada una de sus partes y las relaciones de este con la sociedad. La sociedad, que no corresponde a un todo unificado y homogéneo, espera desde la clase social excluida del poder y de algunos sectores relacionados con él, que allí se concluya con acuerdos que tracen caminos para derrotar las causas de la guerra en Colombia, es decir que se selle un pacto de paz con reales garantías. Esos acuerdos tocan necesariamente todas las estructuras del poder y los sistemas de producción y distribución de la riqueza material, en cuanto son en ultimas los lugares concretos en los que anidan las causas tanto del alzamiento armado, como de los levantamientos sociales que al reclamar por dignidad están reclamando por un modo de ser humanos con existencia política, de ser, tener y hacer parte del gran proyecto llamado Colombia. No habría lugar a conversar de la paz, si las partes en la mesa están obligados a pensar y actuar como una parte propone, como ocurrió en Ralito entre el gobierno y paramilitares, donde no había adversarios. Tampoco tendría sentido una negociación si el objetivo de cada una de las partes fuera aprovecharse del escenario para derrotar al adversario que no pudo derrotar en la larga confrontación abierta política y militar. A la insurgencia tampoco le cabría la pretensión de conversar para tratar de derrotar al Estado e imponer su proyecto político. Por eso el Estado, ahora que comienza una nueva legislatura en el Congreso no puede seguir en su pretensión de querer salir de su adversario y obtener ventajas para reforzar el proyecto político del gobierno, lo que implicaría no solo mantener las causas de la guerra si no agregarle otra frustración a la esperanza de paz.
Los resultados de las conversaciones exigen ir al fondo, con franqueza, confianza y respeto por el proceso en cada una de las partes del Estado y de sus funcionarios, pero también con compromiso para que los resultados permitan modificar el estado de cosas en que se sostiene la guerra. Las conversaciones son para avanzar hacia una redefinición de las estructuras de poder y de los sistemas de garantías políticas, económicas y sociales, no son para pretender que una insurgencia entregue viejos fusiles o llene las cárceles, por cierto hacinadas, insalubres y denigrantes para toda condición humana. Las conversaciones son en esencia para producir acuerdos colectivos que permitan ir hacia la afirmación y realización material de los derechos que puedan gravitar sobre bases de igualdad, solidaridad y libertades, con contenidos materiales, no solo formales.
A la par con estas conversaciones, en las calles y campos de producción hay una permanente y activa agenda de lucha popular que implica la participación de gentes que se alzan ya no en armas si no desobediencia civil. Sus demandas hacen florecer protestas que exigen respuestas radicales a sus necesidades que afectan la vida diaria, la subsistencia, la sobrevivencia misma en el día a día y los modos de vivir con dignidad, sin sometimientos, sin humillaciones, pero a la vez anuncian demandas por transformaciones en las estructuras del poder y la riqueza. Las demandas de la agenda de la gente común, la que hace parte de la clase social excluida y negada, no dista de la que se trata en la mesa de conversaciones, porque sencillamente son expresiones de la inconformidad de las mayorías en el mismo contexto social, económico, cultural y político. Las demandas en la mesa se confunden con las que se presentan en las calles de la geografía nacional, solo que exponen lo mismo a través de métodos de acción diversos. Son resultados de las mismas causas, de las mismas exclusiones, de la misma concentración del poder y la riqueza que provocan despojo y miseria, de los mismos sistemas de discriminación y de negación sistemática de derechos. Por esta razón las agendas, la insurgente y la popular, son similares, su común denominador es la realidad de un mismo país que reclama ser transformado con urgencia.
Las agendas no reclaman por procesos electorales, ni por modificaciones en el umbral político, lo hacen por cambios de fondo, no en las metodologías, si no en las estrategias y visiones de país. El país al que se dirigen con epítetos, descalificaciones, amenazas y soberbia sus gobernantes, -elegidos por no más de uno de cada cuatro personas aptas para votar-, no representa la totalidad del país real. El gobierno, sus ministros y altos cargos de decisión dan muestras de conocer al país solo por sus resultados en las urnas que representan un claro fracaso del modelo democrático impuesto con corrupción y guerra. O bien sus informaciones geo referenciadas son incompletas o los reiterativos informes de gestión de buenos resultados elaborados sobre indicadores numéricos carentes de experiencias humanas o los informes elaborados con la presión de intereses de la clase política o los militares, les fragmentan su conocimiento del país. Esta situación lleva a que cuando se producen las movilizaciones sociales el gobierno se resiste a creer que sean gentes de este mismo país las que se levantan en reivindicaciones y en cambio de comprender sus demandas, acude a argucias y tergiversaciones para desvirtuar lo que ocurre. Recurre presuroso a los programados señalamientos de infiltración del movimiento popular por la insurgencia. Se niega a reconocer que la sociedad tiene capacidad y experiencia suficiente para actuar por cuenta propia, con autonomía, con independencia y que si hay alguna infiltrada no puede ser otra que la pobreza, y si hay agitadores no pueden ser otros que el abandono, la negación y exclusión en que se ha mantenido a las mayorías de población. El país históricamente negado es el que está allí, es ese otro que reclama ser visto, ser oído, ser representado.
El Estado no puede de manera indefinida negar el presente de generación tras generación y alimentar el apetito de una clase empeñada en la guerra contra su propio pueblo, artífice y dueño de la soberanía. Al gobierno parece interesarle solo lo que le interesa al gobierno, no lo que le interesa a la gente movilizada en la calle. Prefiere referirse a su mediación para alcanzar la paz entre Israel y Palestina, que alcanzar la paz en el Catatumbo, en el Cauca o en Antioquia. Las protestas que están sumando del lado de la lucha popular, son anuncios de insurrecciones, insubordinaciones y desobediencias que van de la mano de campesinos, indígenas, mestizos y afros, que potencian luchas campesinas, obreras y mineras y pronto otras luchas por educación, salud, vías de comunicación. El país está en un momento importante en el que hay puntos de convergencia en las agendas de la lucha social y la lucha armada mientras el Estado se mantiene inmóvil parapetado en la fuerza y en la obsesiva manera de decidir sobre la base de cálculos electorales que le impide ver y actuar con acierto frente al levantamiento armado, pero también frente al levantamiento popular civil que usa como herramientas de lucha no las armas si no sus propias manos para construir barricadas y sus propias voces para anunciar sus demandas.
El Estado se obstina en negar lo que ocurre, atiende superficialmente y con desprecio los problemas, actúa como si fuera un aparato de poder mecánico, programado a priori para derrotar al enemigo. No parece importarle la dinámica global que ha puesto en evidencia otra vez que el soberano es el pueblo. El gobierno se mantiene en la lógica de que el poder le pertenece y en medio de los avances hacia la paz en la mesa de conversaciones, retrocede frente a la sociedad usando la fuerza desmedida y el dedo amenazante de la judicialización, como anunciando que su fin no es solucionar si no destruir las movilizaciones sociales y seguir en su empeño de derrotar a la insurgencia, no de pactar el fin del conflicto. No cesa de anunciar que su lógica de poder, es precisamente sostener el poder a toda costa. La guerra para destrozar al otro no es la salida que reclama el pueblo en ejercicio de soberanía y el Estado tiene que dejar de usar la conclusión mecánica de que la insurgencia está detrás de todo.
Es un buen momento y una inmejorable oportunidad la que vive Colombia, y sobre todo la otra, la históricamente condenada. La razón es que las agendas de conversaciones de paz y las movilizaciones se acercan cada vez más y la lucha por la dignidad se cuela en la conciencia colectiva, propiciando no inmovilidad si no desobediencias y rebeldías con capacidad y potencia para adelantar demandas ya no solo para tratar de la constitución y las formalidades políticas, económicas y jurídicas del país, si no para cambiar de raíz la realidad del país, incluidas sus estructuras, las relaciones de poder y los modos de construir la democracia.
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