En un país donde votamos pero no elegimos, donde la democracia se falsea y se restringe a un simple voto, y donde el gobierno del pueblo para el pueblo es un mito, el abstencionismo se plantea como una opción. Perdonen la mala palabra en tiempo de elecciones, pero es que mientras el ejercicio de la casta política sea una farsa y no nos haga sentir representados, no tenemos por qué votar por el menos peor, sólo porque la democracia así lo manda.
La democracia no es religión, teoría o dogma, sino un sistema que se define a sí mismo en la práctica.
Fortalecerla no pasa necesariamente sólo por ejercer el voto, ya que éste es apenas un mecanismo de la democracia, sino por generar las condiciones para que todas las personas vivan con dignidad en un lugar que pueda llamarse país, en el cual se permita el pleno ejercicio de la ciudadanía en distintos ámbitos. Abstenerse de votar es un comportamiento electoral autónomo y una opción ciudadana frente a la oferta electoral prevaleciente. Y, personalmente, creo que una democracia se fortalece más a partir del ejercicio consciente del voto que desde la culpa de tener que votar sólo para no fallarle al sistema, a los amigos, al partido o a la patria.
“Si no votás, no tendrás derecho a exigir”, dicen unos. Como si la secretividad no fuera una condición del ejercicio del voto, como si la impotencia de la ciudadanía no fuera mayúscula, y como si hasta ahora el votar haya sido garantía de participar y reclamar el cumplimiento pleno de nuestros derechos ciudadanos. “Si no votás, le darás el voto a quien no querés y a lo mejor se logran alianzas de cara a la segunda vuelta”. No es totalmente cierto que el voto que no demos hará ganar sine qua non a quien no es de nuestra simpatía, porque si leemos las encuestas y vemos quiénes van de punteros y dónde están nuestras simpatías, no hay una relación entre lo real, lo deseable y lo posible. Aún con las famosas alianzas que se sugieren como opción en caso de un balotaje, la grada es mayúscula.
En un país pobre, violento y sin educación, las promesas de los políticos venden el voto como un fin en sí mismo, como si no estuviera asociado a relaciones de poder que se tienen y se tendrán. Pero de la promesa a la proeza hay un camino largo y, hasta ahora, hemos tenido 57 años de gobiernos ladrones, corruptos, depredadores, asesinos, serviles y clientelares, electos “democráticamente”. La mentalidad de la encomienda y la finca ha hecho de este país un leproso terminal, gracias al paso de las distintas expresiones político partidarias que han hecho gobierno, en asociación, por supuesto, con otros sectores de poder real y paralelo como el económico, el militar y el crimen organizado, sólo para nombrar algunos.
El abstencionismo que ha ido creciendo en todo el mundo plantea que nos sentimos cada vez menos representados, pero también podría ir dejando el poder en minorías, lo cual hablaría de una franca decadencia del sistema democrático. Votar en blanco es la protesta políticamente correcta, dicen los españoles, y votar nulo es una protesta radical que no entra en el juego político. Abstenerse es decir que no se quiere seguir jugando con las mismas reglas para sostener el mismo orden; es reinventar las reglas del juego; es saber que no están las ganas de seguir apoyando un sistema que alimenta la desigualdad, el racismo, la violencia y el despojo. Esto no es una receta, una recomendación y menos una consigna, es apenas una reflexión que en algunas personas producirá pánico, por el posible vacío que dejaría el no ejercer una práctica “incuestionable”. Mientras, los dejo con dos frases de los españoles indignados: “No estamos en contra del sistema, queremos cambiarlo” y “Me gustas cuando votas, porque estás como ausente”.
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