Los que mantienen el centro de tortura en Guantánamo se erigen ahora en defensores de los derechos humanos. La guerra no declarada contra Cuba desde 1959 –que pasó por la provocación con incendios, la siembra de enfermedades, el intento de invasión, la cobertura a grupos de bandidos mercenarios, el bloqueo, la amenaza de guerra atómica– entra ahora en otra fase, tratando de aprovechar la crisis mundial capitalista que golpea duramente a la isla para derribar al gobierno resultante de la revolución, que es uno de los principales miembros de la Alba, junto a Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Bolivia, que también están en la mira de Washington.
Por tanto, la defensa de Cuba y del derecho a la autodeterminación y la lucha contra el bloqueo, inmoral e ilegítimo, más que nunca está en el orden del día. Porque este uso capitalista e imperialista de la crisis busca cerrar el camino a una alternativa y, para ello, debe combatir todo lo que suene a izquierda, empezando por la Alba, y abarcando también a los gobiernos de Brasil, Paraguay, Argentina y Uruguay, que están lejos de ser izquierdistas y mantienen políticas neoliberales levemente modificadas.
Por eso, dicho sea de paso, se equivocan gravemente quienes sostienen que Brasil es nada menos que imperialista
y que en ese país y en otros similares el enemigo central sería una supuesta nueva clase
(¡no propietaria del capital financiero ni de los medios de producción!) formada por la fusión entre funcionarios corruptos y capitalistas locales. No ver qué hacen el capital financiero y Estados Unidos y centrar, en cambio, la atención sólo en los errores o barbaridades de los gobiernos progresistas
, incluyendo el cubano, ayuda poderosamente a las vestales de la democracia que pontifican desde el Departamento de Estado y desde la CNN cubriendo las bases en Colombia o la IV Flota o la Iniciativa Mérida.
Por el otro lado están las torpezas políticas y la brutalidad de grupos burocráticos que creen que la oposición se combate con la policía y los aparatos. En efecto, una cosa es combatir con todos los medios las conspiraciones y las acciones delictivas, y otra asfixiar la expresión pública de ideas, incluso reaccionarias, y alabar –como lo hacen los periodistas cubanos– los méritos de la unanimidad (en la Asamblea o en los medios). En tiempos de Lenin y hasta la guerra civil, por ejemplo, los partidos y los medios de información capitalistas u opositores eran legales. La unanimidad presupone, en cambio, que alguien decide qué se dice, qué se vota, qué se publica. Pero ni la clase obrera ni la sociedad son homogéneas ni pueden ser unánimes.
Sin discusión democrática no hay socialismo, porque éste es resultado de la información, la maduración y la participación directa de los trabajadores y el pueblo, que deben criticar, controlar, sugerir, proponer, exigir. La democracia, además, es para quien piensa diferente, no para quien lo hace como uno; incluso para los delincuentes y los proimperialistas y contrarrevolucionarios que no cometan delitos. Y el socialismo lo construye la sociedad, en las contradicciones, resolviéndolas, y no la burocracia partidaria o militar. Las ideas falsas se combaten con ideas mejores para convencer; las acciones concretas conspirativas o delictivas, en cambio, con la fuerza estatal.
Cuando hay delincuentes comunes, marginales, por tanto, antisistémicos, que se inmolan al servicio de la oposición de derecha y cuando comienza a haber suicidios (como las huelgas de hambre extremas o los monjes budistas que se queman en Tailandia), es evidente que algo anda muy mal. La represión abierta u oculta es desaconsejable ante este problema, que es político, no policial. Y lo peor que se puede hacer es fusilar (como sucedió con los que secuestraron en ferryboat hace unos años) u organizar, con el aparato de la Juventud Comunista, multitudes indignadas
para acallar a las escasas fuerzas ultrarreaccionarias que se quieren manifestar. Eso da más combustible a la ofensiva imperialista (que de todas maneras está allí) y confunde a los defensores de Cuba y a todos los que, en sus países, defienden sus derechos de disentir, publicar y manifestarse (que son constitucionales), y combaten la represión y la ilegalización de sus ideas y organizaciones.
La democracia y el socialismo sólo son posibles con la autogestión y la autorganización de vecinos, obreros y campesinos, para discutir todos los problemas y, además de los planes gubernamentales, sus propias ideas y soluciones locales. La prensa, en lugar de alabar la funesta unanimidad, debería dar voz a la gente en cuyo nombre habla y decide el aparato burocrático. Además, no puede haber aumento de la producción y la productividad agrícolas sin ese tipo de democracia y de autogestión, que dé rienda suelta a la creatividad y a las críticas.
Si se quiere quitar base a las maniobras imperialistas y contrarrevolucionarias, hay que transformar radicalmente y mejorar la vida cotidiana, con mayor producción voluntaria y con mayor democracia. La economía de Cuba y su Estado aún siguen siendo capitalistas, pero intentan dar las bases para el socialismo. Por tanto, hay que enterrar los métodos contrarrevolucionarios aprendidos en el pasado en la práctica y los manuales de los burócratas que, en nombre de un supuesto marxismo, encerraban en manicomios a sus opositores y son hoy, abiertamente, grandes capitalistas y mafiosos.
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