Sergio Ramírez
La Jornada
En Nicaragua se acercan
las elecciones generales que se celebrarán el domingo 6 de noviembre, y
todo discurre como si en verdad no tuviéramos comicios. Se cierra la
campaña, y no ha habido campaña electoral. Las imponentes estructuras
metálicas que se elevan al lado de las avenidas principales y
carreteras, con gigantografías de la pareja presidencial, candidatos
únicos y privilegiados, y ganadores de antemano, no son ninguna señal,
porque siempre están allí, todo el año, igual que los frondosos bosques
de árboles de la vida, metálicos también, que pueblan nuestros paisajes:
árboles de mentira en lugar de árboles de verdad.
Se ven algunas mantas, o pasacalles, tendidas en alguna humilde
esquina de la capital, con la propaganda de algún otro candidato, pero
son más propias de elecciones estudiantiles o de kermeses benéficas.
Además, ¿quiénes son esos candidatos? En la boleta electoral, el rostro
del comandante Ortega está acompañado de otros cinco señores que se han
puesto saco y corbata para la foto, pero a quienes nadie conoce. Un
ciudadano no podría enlistar de memoria sus nombres ni reconocer sus
rostros, por la simple razón de que le son ignorados. En Nicaragua, a
los de esta especie se les llama
candidatos de zacate, muñecos rellenos de paja. Están allí para hacer bulto, para llenar la papeleta.
No ha habido esas ruidosas demostraciones de fuerzas de los partidos
que se ven en América Latina en tiempos electorales, ni se vieron la
radio y la televisión inundadas de mensajes y anuncios de propaganda
electoral, ni escuchamos mensajes de los candidatos buscando convencer a
los población de la bondad de sus plataformas, ni se realizaron debates
televisados entre ellos. De todos modos, el Estado deberá rembolsar a
los partidos de la boleta unos 20 millones de dólares por gastos de una
campaña que no han hecho. Un brillante negocio.
Los candidatos a presidente son los de
zacate; saben que sólo hacen bulto, personajes de opereta en unas elecciones bufas. Pero están, además, las decenas de abanderados sacados de la misma manga de la corrupción, candidatos a diputados, a alcaldes y concejales, para los que también hay un nombre en la inventiva popular:
zancudos, porque su oficio es chupar la sangre del presupuesto nacional, y cada vez que hay elecciones como ésta aparecen en densas nubes, a ver qué sacan. Son fieles a la máxima filosófica de que
vivir fuera del presupuesto es vivir en el error, atribuida a César Garizurieta, alias el El Tlacuache, político veracruzano del PRI en la dorada época de los años 50.
He visto uno que otro promocional de televisión, tan ingenuos que
parecen hechos en casa. Pero hay uno que se lleva las palmas. Es el del
candidato a diputado por un partido cuyo nombre no recuerdo. Este
personaje fue procesado por desfalco y lavado de dinero, delitos
cometidos mientras fue funcionario público, y se hizo famoso porque
utilizó las donaciones internacionales destinadas a los daños causados
por el huracán Mitch, para construirse una mansión en la playa. En el espot recuerda a los electores:
¡ustedes me conocen, voten por mí!. El cinismo raya en el absurdo. Vivimos una comedia trágica. No me cabe duda de que lo veremos sentado en su escaño de la Asamblea Nacional.
Varios de los desconocidos aspirantes a la presidencia de la
república que figuran en la papeleta han puesto a sus esposas a la
cabeza de las listas de diputados, o lo han hecho los jefes de los
partidos que son parte del magro espectáculo electoral. El ejemplo
matrimonial cunde. Todas estas conyuges saldrán electas también, sin
duda alguna. Son beneficiarias de los recuentos ya elaborados de
antemano.
En unas elecciones como las que se celebraron en Perú este año, no se
sabía quién iba a ganar hasta que se contó el último voto, pues se
trataba de unos resultados ajustados: 50.12 por ciento para Pedro Pablo
Kuczynski y 49.88 para Keiko Fujimori, es decir, apenas 41 mil votos de
diferencia. Al contrario, en Nicaragua ya se sabe no sólo quién va a
ganar, sino cuántos votos va a sacar el triunfador. La pareja
presidencial obtendrá al menos 85 por ciento de los sufragios, vaya a
votar o no la gente. No hemos llegado aún a la unanimidad, pero es
cuestión de tiempo.
También ya se sabe que en honor al viejo pacto suscrito entre el
comandante Ortega y Arnoldo Alemán, jefe del Partido Liberal
Constitucionalista, juzgado también por lavado de dinero, este partido
será el segundo en votos, con aproximadamente 10 por ciento, para que
pueda gozar de una bancada parlamentaria de unos 10 diputados, mientras
el Frente Sandinista de Liberación Nacional tendrá unos 75, en una
Asamblea Nacional de 90 miembros. Los pocos restantes serán distribuidos
entre los socios aún más minoritarios, pero que de todas maneras
merecen un premio en esta lotería.
Y aunque la gente no vaya a votar, ya se sabe que el nivel de
participación será alto; está escrito también en los resultados ya
preparados. No menos de 75 por ciento de los electores. No soy adivino,
sino lector cuidadoso de las encuestas de opinión que manda a elaborar
el partido oficial, para que todo calce luego.
Y como se van a necesitar fotografías con colas de ciudadanos
votando, el Consejo Supremo Electoral ha dispuesto que en los recintos
electorales, en lugar de varias urnas, ahora sólo haya una. Es un asunto
escenográfico.
Nadie puede dar cuenta de las cifras reales, porque no hay
fiscalización, ni nacional ni internacional. El propio candidato del
partido oficial desterró a los observadores internacionales de estas
elecciones en un discurso público, llamándolos sinvergüenzas: la OEA, la
Unión Europea, el Centro Carter, sin que el Consejo Supremo Electoral
abriera la boca.
Soy uno de los miles de ciudadanos que no tiene por quién votar. Las
elecciones pluralistas en Nicaragua parecen en franco proceso de
extinción, igual que los bosques, las selvas y las fuentes de agua. Pero
no podemos resignarnos a ello. Quedarse sin democracia es quedarse sin
país.
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