Carolina Vazquez Araya
Aquí y en todos los países en vías de desarrollo se hace lo que
convenga a las grandes compañías multinacionales y a los objetivos
geopolíticos de un puñado de Estados en los cuales éstas asientan sus
reales. De ahí las guerras bélicas, económicas y mediáticas contra
países ricos en materias primas o recursos energéticos, cuyos líderes
han osado rebelarse contra el mandato de esos centros de poder desde los
cuales emanan las directrices políticas impuestas a los gobiernos. El
imperio -siempre se ha sabido- no perdona las defecciones y, cuando
surge alguna, la combate con mano de hierro.
He vivido lo suficiente como para haberlo visto una y otra vez en los
abundantes golpes de Estado y en los documentos desclasificados en
donde se revelan, al cabo de los años, los verdaderos motivos detrás de
esos crueles operativos antidemocráticos. Es tan hábil la estrategia
imperialista como para esperar al paso de una generación, contando con
la ignorancia de la siguiente respecto de sus intenciones. Y así la
pobreza y el subdesarrollo se instalan como algo connatural a nuestra
manera de vivir.
Lo acontecido en Honduras no escapa a este esquema de dominación.
Estados Unidos y sus aliados no quieren más gobiernos progresistas,
mucho menos cuando éstos pretenden consolidarse con el voto democrático
en una región tan cercana a sus fronteras. Para ello le sirven los
ejércitos financiados y entrenados como feroces guardianes de sus
intereses políticos y económicos, equipados con todo el arsenal
necesario para someter cualquier intento de manifestación ciudadana. El
silencio de la comunidad internacional respecto de la represión en
Honduras y el fraude electoral que ha provocado el estallido ciudadano,
sin duda responde a consignas tajantes del Departamento de Estado, desde
donde se gobierna la mayoría de nuestros países. Los observadores
internacionales, entonces, algunos de los cuales proceden de países
vecinos, terminan siendo meros espectadores del operativo en un silencio
que, por cómplice, se aproxima a lo criminal.
Para los demás países de la región el panorama hondureño es un cuadro
de costumbres; es el recuerdo de lo vivido una y otra vez en carne
propia, siempre con la excusa del resguardo de las “libertades
democráticas”, “la protección del estado de Derecho”, “el imperio de las
garantías constitucionales” y cuanta poesía se les ocurra para acallar
las eventuales protestas y consolidar el estatus. El entramado
apretadísimo de intereses corporativos con las políticas internas de
nuestras naciones ha sido una constante durante siglos, con el
conveniente resultado de mantener en el imaginario social el miedo al
fantasma del comunismo y la aceptación tácita de la explotación y la
pobreza como realidades inevitables implícitas en ese concepto abstracto
e indefinido llamado democracia.
¿Qué sucederá en los demás países de la región cuando les toque el
momento de elegir autoridades? ¿Acaso coinciden los eventos de Honduras
con el incremento inexplicable de los presupuestos militares en países
vecinos? El futuro mediato es como una nube negra plagada de amenazas.
De ahí la importancia fundamental de combatir la corrupción y depurar a
las instituciones, elementos clave para la recuperación del equilibrio
político de los países centroamericanos.
Es imperativo entender que la violencia y la miseria en las cuales se
hunde la vida de nuestros países no son naturales, responden a
estrategias bien pensadas para mantener a la población en silencio,
temerosa y sumisa. Será a ella, entonces, a quien le corresponda romper
el hechizo.
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