Carolina Vazquez Araya
Basta el transcurso de algunos años para que los ángeles se conviertan en demonios.
Tan buena, correcta y supremamente piadosa esa sociedad cuya
prioridad ha sido proteger la vida desde la concepción. La defensa del
óvulo fecundado se ha transformado en una bandera de batalla contra todo
intento de reformar la ley y hacerla más humana, sin reparar en las
inmensas desigualdades que enfrenta la mayoría de la población,
especialmente las niñas, niños, adolescentes y mujeres privados de
recursos y ante un destino incierto. Cuando esos embarazos no deseados o
provocados por incesto y violaciones traen niños al mundo, estos llegan
en total desventaja: desnutridos y rechazados. Pronto crecerán
abandonados y, con el transcurrir del tiempo, se transformarán en niñas,
niños y jóvenes privados de educación y oportunidades. Entonces, esa
misma sociedad que los defendió con tanto ardor, exige para ellos el más
cruel e injusto de los castigos: la pena de muerte.
Es oportuno, entonces, recordar los principios expresados en la
Declaración de los Derechos del Niño aprobados por la ONU hace 58 años,
ampliada en 1989 con la Convención de los Derechos del Niño y la Niña en
la cual se les reconoce como sujetos de derechos, siendo ambas de
observancia obligatoria por todos los Estados signatarios. En ambos
textos están explícitos los derechos a la igualdad, a la dignidad y a la
protección para el desarrollo físico, mental y social; el derecho a un
nombre y a una nacionalidad desde su nacimiento; el derecho a
alimentación, vivienda y atención médicos adecuados; el derecho a
educación y tratamiento especial para quienes sufren alguna discapacidad
mental o física; el derecho a la comprensión y al amor de los padres y
la sociedad; el derecho a actividades recreativas y a educación
gratuita; el derecho a estar entre los primeros en recibir ayuda en
cualquier circunstancia; el derecho a la protección contra cualquier
forma de abandono, crueldad y explotación; el derecho a ser criado con
un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos y
hermandad universal.
Ahora miremos hacia el interior, aquí a la vuelta de la esquina, en
donde niñas, niños y adolescentes son tratados como “material
desechable” en una comunidad humana indiferente al destino de sus nuevas
generaciones. Ejemplo paradigmático ha sido el escenario del Hogar
Seguro Virgen de la Asunción, en donde después de la horrenda muerte de
41 niñas internas en ese siniestro lugar administrado por el Estado no
solo no ha habido ninguna reacción de las entidades responsables para
dar seguimiento y reparación a las familias afectadas, sino continúan
desapareciendo internos de esos centros de reclusión.
Veamos cómo los adolescentes bajo resguardo del Estado y abandonados
por su familia, al llegar a la frontera de la mayoría de edad son
arrojados de estos “hogares seguros” a la calle sin ninguna protección,
carentes de todo recurso para ganarse la vida. Entendamos el mensaje
implícito en ese acto despiadado, gracias al cual las redes de trata y
las organizaciones criminales se aprestan para reclutarlos como
prostitutas, sicarios, esclavos o pandilleros, distribuidores de droga o
recolectores de extorsiones. Es imperativo hacer un examen de
conciencia para determinar cuál ha sido nuestro papel en esta absurda
cadena de errores y contengamos las reacciones irracionales, como la
exigencia de una limpieza social que solo revela nuestra absoluta falta
de conocimiento de la realidad en la cual sobreviven estas niñas y
niños. La tan mentada fe cristiana deja de tener sentido cuando se es
capaz de manifestar odio y desprecio por las víctimas y, en un gesto de
incomprensible crueldad, se delega todo el poder en sus victimarios.
La niñez es una etapa vulnerable y entraña enormes riesgos. No debemos abandonarla.
elquintopatio@gmail.com
Al compartir, agradeceré citar la fuente: http://www.carolinavasquezaraya.com
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