Robert Fisk
Si algo supera la mediocridad
de la pueril y delictiva declaración de Donald Trump de que Jerusalén
es la capital de Israel, fue la deplorable respuesta de los estados
musulmanes. Allí en Estambul se reunieron esta semana todos esos
ancianos cansados a quienes hemos escuchado durante tantos años, ninguno
más triste o desolado que el decrépito e inútil presidente de Palestina, Mahmoud Abbas.
Se suponía que en la capital turca estaban los 57 jefes de Estado de
la Organización de Cooperación Islámica, pero algunos eran sencillamente
demasiado seniles –por ejemplo, el comatoso Bouteflika de Argelia– o
estaban demasiado ocupados lanzando insultos a otros estados árabes o
bombardeando a Yemen. Oh, sí, claro, exigieron que la comunidad internacional acepte a Jerusalén oriental como la capital
de Palestina, una capital para un Estado que no existe y que, como van
las cosas, jamás existirá. No fueron más que disparates de una
organización (que ya ha cambiado de nombre dos veces) que no ofrece
ninguna esperanza, ninguna iniciativa, ninguna justicia ni ningún futuro
a los pueblos de sus autocracias colectivas.
Enfrentados al fracaso estadunidense en Medio Oriente, algunos de
estos caballeros pensaron que tal vez la ONU podría ser un nuevo
mediador en la región. ¡Nada menos! El viejo borrico de la ONU ha sido
llevado tantas veces a Jerusalén, a Cisjordania y a incontables otras
locaciones (Líbano incluido, desde luego), que de seguro ya ni siquiera
hay que sugerir su presencia: el borrico se presentará solo.
El mundo –concepto interesante en términos de Medio Oriente–
y Estados Unidos solo se preocuparían si estos ancianos agotados
cobraran valor. O lo que solíamos llamar el valor de sus convicciones.
Si Washington se ha apartado del proceso de paz –lo cual se supone que
ha ocurrido, aunque yo no contaría con que Abbas deje descolgado el
teléfono si la Casa Blanca llama–, entonces estos potentados deberían
estar considerando un boicot diplomático a Estados Unidos, o romper
relaciones o incluso un leve pero cada vez más severo embargo petrolero.
Hubo un tiempo en que hacían cosas así.
Pero eso no ocurrirá. Los sauditas están bombardeando Yemen y
boicotean no a Estados Unidos, sino a Qatar, y los iraníes –al menos
Rouhani se acerca al estatus de hombre de Estado– esperan a ver qué
nueva maldad harán los sauditas en Líbano. Es extraño, pero fue el
presidente libanés, Michel Aoun, el que habló de conspiraciones,
silencio, impotencia y el peligro de una limpieza étnica. No es un
filósofo –es otro ex general–, pero tiene el panorama casi correcto. Fue
el único discurso serio en Estambul. Habría sido prudente que Abbas
contendiera la decisión de Trump en el tribunal internacional, pero el
liderazgo palestino es tan poco inspirador (y corrupto) que dudo que
hubiera siquiera soñado en intentar semejante acción.
Y ese es el problema. Si se tiene un presidente estadunidense
delincuente, se necesitan jóvenes serios –juristas internacionales,
negociadores, diplomáticos experi- mentados– para defender a los pueblos
de Medio Oriente. Existen suficientes resoluciones de la ONU que se
aplican a Jerusalén y los territorios ocupados. Pero no, no escuchamos
una sola palabra de eso. Fue como si la apatía y la desesperanza guiaran
a estos personajes. Por lo menos el presidente turco Erdogan declaró
que Washington ya no podía ser un negociador. Pero, ¿y qué con ello?
Erdogan no es árabe y ha hundido a su país en una semidictadura.
La verdad es que estos líderes musulmanes ya no son válidos. No
representan a nadie. Tal vez mirarán hacia Moscú en las semanas
próximas, pero son tan relevantes como la Rusia zarista o el imperio
austro-húngaro. Representan a estados fallidos que carecen de moralidad o
valor que mostrar en la cumbre de Estambul. Deberían hablar por el
mundo musulmán. Creen representar a musulmanes. Son la comunidad
internacional más grande después de la ONU.
Tal vez la región deba volverse hacia los académicos de Medio
Oriente, los profesores de derecho e historia (no los seudo salafistas
del Golfo). Tal vez los maestros y filósofos puedan romper este
espantoso impasse sobre Palestina. Lo discuten en sus
universidades –ahora mismo se realiza una conferencia así en Beirut–,
pero algo falta. No tienen poder. No quedan Edward Saids… y cuánto lo
extrañamos ahora. Su lenguaje quemante habría sacado ampollas a la
arrogancia de Washington.
Así pues, nos queda solo la tragedia. Sospecho que las raíces de esto
yacen en la Gran Guerra de 1914-1918, no solo en la Declaración de
Balfur, cuyo triste centésimo aniversario marcamos este año, sino en el
colapso del imperio otomano y el fracaso de los árabes en tomar control
de sus propias tierras en esos días. Existe una magnífica historia de
Medio Oriente en la Gran Guerra (A Land of Aching Hearts, por
Leila Tarazi Fawaz, publicado hace tres años por Harvard University
Press), que muestra la extensión del sufrimiento en la región, la
hambruna, las plagas de langosta. Y entonces Edmund Allenby llegó a
Jerusalén –utilizando gas en el camino, por cierto– y el destino quedó
sellado.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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