Cambio de Michoacán
Sin haber completado
jamás la llamada transición a la democracia que nos llevaría a un
régimen político similar al de las naciones más adelantadas, con
absoluta transparencia en los procesos y en los resultados de cada
elección, México ha ido más y más en una involución que, no sólo en el
aspecto electoral sino en los de derechos humanos y corrupción, nos
acerca más a situaciones como la de Honduras, Somalia, Siria u otros
países con fuertes conflictos sociales y políticos. Valga mencionar que
nuestro país ha empatado ya a la última nación citada en cuanto a
ejecución de periodistas, una de las profesiones más peligrosas de
ejercer (si se ejerce bien) en México.
Ya con anterioridad he
expresado en estas páginas y en diversos foros la paradoja de la llamada
transición mexicana: no se trata de un proceso que parta propiamente de
un proceso dictatorial (como España, Chile, Argentina, Portugal,
Brasil, Uruguay y otros países) sino de uno que se trató de operar en un
país donde desde hace más de setenta años han gobernado civiles y donde
desde hace un siglo no han dejado de realizarse elecciones cada tres y
seis años para renovar los poderes federales, locales y municipales. Un
contrasentido aparente, pero que es una confesión de que el régimen
mexicano, a pesar de todo ello, nunca fue cabalmente democrático sino
autoritario, con ilusorio juego de partidos y oposiciones, pero siempre
con predominio del partido del régimen. Sin embargo, un elemento estaba
excluido, el militarismo que fue sometido desde 1946 al poder civil, y
quizás antes, desde 1935 en que Cárdenas rompió con el maximato y
sometió al ejército al presidencialismo. En 1938 terminó la última
aventura militar, la de Saturnino Cedillo, que intentó tras la
expropiación petrolera dar un fallido cuartelazo.
La transición
mexicana no partía, entonces, de una situación de dictadura o
militarismo sino de una democracia ilusoria, tras la que dominaban (y
dominan) diversas formas de fraude, la represión a opositores y el
control férreo de los medios de comunicación masiva para anular
cualquier brote de inconformidad que pusiera en cuestión el orden
político. El corporativismo ha sido su complemento en el ámbito popular,
como un mecanismo de control de masas en el que los sindicatos más
numerosos (que no fuertes) y organizaciones campesinas y populares
también están encuadrados en el régimen a través de la corrupción y de
algunas prebendas.
Aunque lo cuestionaron, los masivos
movimientos electorales y poselectorales de 1988, 2006 y 2012 no
lograron modificar ese orden. En el 2000 pareció abrirse la etapa de la
verdadera transición con la alternancia en la presidencia de la
República, que ya había sido anunciada con los gobiernos panistas en
algunos Estados (Baja California, Guanajuato). Pero no fue así. En 2005
el proceso de desafuero contra el jefe de Gobierno del Distrito Federal
Andrés Manuel López Obrador, ordenado por el presidente Vicente Fox y
pactado con el PRI, puso fin a la apenas esbozada transición e inició la
involución que aún hoy prosigue. El fraude electoral de 2006 fue la
evidencia clara de que no habría más avances en la democratización del
país y que los gobiernos panistas, como desde siempre los del PRI,
estaban dispuestos a recurrir a los artificios electorales para
conservar el poder e imponerse sobre sus adversarios.
Desde
entonces, las viejas prácticas de compra y coacción de los votos, manejo
corporativo de los ciudadanos, corrupción de las autoridades
electorales, etcétera, se han vuelto a imponer en al menos cuatro de los
partidos que participan en el escenario político: el PRI, el PAN, el
PVEM y el PRD.
Pero esa regresión político-electoral fue
acompañada de algo aún más inquietante: la militarización del país bajo
el argumento de la lucha (guerra) contra el narcotráfico y la
delincuencia organizada, iniciada por Felipe Calderón desde el comienzo
de su gobierno y continuada por el de Enrique Peña Nieto. A once años de
distancia, la presencia castrense entre la población civil no ha
logrado refrenar las actividades ilícitas ni la violencia criminal, pero
sí ha dado lugar a múltiples violaciones a los derechos humanos y a la
intimidación de la población. Hechos como los de Tlatlaya, Tanhuato,
Iguala, Apatzingán, Nochixtlán, Arantepacua y otros han constituido
violaciones graves y crímenes a cargo de las fuerzas armadas y policías,
siempre encubiertos bajo el argumento del combate a la delincuencia, y
que han quedado virtualmente impunes, sin que ningún alto mando militar o
policiaco haya sido procesado, menos aún sentenciado por ello.
El sentido de la recién aprobada Ley de Seguridad Interior no es otro
que poner a cubierto a los militares que, en las tareas de ataque a la
delincuencia, e incluso de represión a personas o grupos ciudadanos,
cometan abusos de autoridad o violaciones a derechos humanos. La
secrecía será su defensa, ya que casi cualquier operación podrá
realizarse de manera encubierta impidiendo a autoridades civiles,
defensores de derechos humanos y ciudadanos en general el acceso a la
información sobre las mismas.
Pero hay más. La mencionada ley,
contra la que la Comisión Nacional de Derechos Humanos y diversas
comisiones y defensorías estatales han anunciado que interpondrán
controversias de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia
de la Nación, permitirá a las fuerzas armadas realizar funciones de
inteligencia, espionaje, cateos y detenciones sin orden judicial,
prácticamente de manera discrecional, afectando a la población civil. No
en balde la ONU a través de los altos comisionados de Derechos Humanos,
Contra las Ejecuciones Extrajudiciales, de Derecho a la Privacidad y
del Derecho a la Libertad de Expresión, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, las comisiones nacional y estatales de derechos
humanos de nuestro país, los rectores de la UNAM, UdeG y Universidad
Iberoamericana, abogados constitucionalistas, intelectuales y
académicos, además de ciudadanos en general, se han manifestado en
contra de esta nueva norma, violatoria de los derechos humanos y sus
garantías, y en particular de los artículos 1, 6, 39, 40, 41, 73, 115,
116 y 124 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Como si todo esto fuera poco, la Cámara de Diputados aprobó por
unanimidad, con el voto de todos los partidos y a propuesta del
legislador priista Pablo Elizondo García, una reforma al artículo 1916
del Código Civil Federal por la cual se considerará como ilícito el que
alguien “comunique, a través de cualquier medio incluidos los
electrónicos, a una o más personas la imputación que se hace a otra
persona física o moral, de un hecho cierto o falso, determinado o
indeterminado que pueda causarle deshonra, descrédito, perjuicio o
exponerlo al desprecio de alguien”. El sentido de la reforma fue incluir
en el llamado daño moral los términos “cualquier medio incluidos los
electrónicos”, lo que hace pensar que se trata de un intento de censura a
la libre expresión en las redes sociales.
La ahora llamada “ley
mordaza” o “ley antimeme” se cierne amenazante contra periodistas,
caricaturistas o meros usuarios de las redes que ejerzan la crítica,
justificada o injustificada, Y si bien es difícil que una legislación
así, atentatoria contra la libertad de expresión, se pueda aplicar, su
aprobación en la cámara baja, en pleno inicio del proceso electoral
federal, es una nueva manifestación de autoritarismo que pretende
acallar las voces que, desde el ciberespacio, cuestionan a gobernantes y
dirigentes políticos. Éstos pretenden controlar incluso las expresiones
de crítica y descontento en los medios virtuales.
La
militarización de la vida civil a través de la Ley de Seguridad Interior
no es un mero cambio cosmético o coyuntural sino una modificación
estructural en el Estado mexicano. Junto con su complemento la “ley
mordaza”, acentúa los rasgos autoritarios del régimen, que se aleja del
estado de derecho y de una legislación garantista y se enfila cada vez
más a una semidictadura o dictadura encubierta, como la que ha existido
por ejemplo en Colombia: un régimen militar y represivo disimulado bajo
un aparente civilismo y un orden constitucional. Esperemos estar aún a
tiempo de impedirlo.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.
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