Pocas imágenes de la his- toria política de América Latina hablan tanto, como la de Jacobo Árbenz Guzmán, presidente de Guatemala entre 1951-1954, quitándose la camisa y manteniendo firme la mirada mientras se queda en calzoncillos frente a los ojos del mundo. Quisieron humillarlo y no pudieron. Nunca vi a un hombre desnudo más digno.
Carolina Escobar Sarti.
Corría el 27 de junio de 1954 cuando el coronel Árbenz, “el
soldado del pueblo”, renunció para partir a su traumático exilio. Entonces, el coronel Carlos Castillo Armas, puesto en la presidencia por la CIA y sus socios locales, asumiría el poder. El jefe de las Fuerzas Armadas, apodado Pollo Triste, había desobedecido la orden de Árbenz y se había resistido a entregar armas a los más de 5 mil obreros, campesinos y estudiantes organizados que apoyaban al presidente. En ese momento, Guatemala dejó de ser considerada el “símbolo de América”.
Este militar atípico, segundo presidente de la primavera democrática guatemalteca, instituyó un programa económico-social que tenía altas posibilidades de hacer despegar el país. No pretendo mitificarlo en el centenario de su nacimiento, sino reconocerlo en el lugar que le toca ocupar en la historia de nuestro país. En los archivos de la familia Árbenz Vilanova, consta lo que él dijo en el discurso de campaña en Jutiapa: “Un país sin caminos es un país anémico”, para lo cual propuso rutas no tradicionales: “nosotros… no queremos construir caminos con la sangre, el sudor y los huesos de nuestro pueblo, obligándolo a trabajar bajo el látigo y en forma gratuita”.
En dichos archivos también está la voz de los terratenientes de las Verapaces, afines a los militares de corte ydigorista, cuando pidieron a estos últimos que cuando Árbenz visitara su región en tiempo de campaña, se hicieran de “ocho revólveres con sus cargas y si es posible con sus licencias”. Dirían que eran para custodiar algunas “concentraciones” en zonas donde se daba “realce de la Campaña Ydigorista”. Mientras, Árbenz continuaba afirmando: “Es una necesidad urgente el incremento de la producción en el campo sobre la base de la máquina agrícola, es urgente el aparecimiento de la producción industrial, lo cual requiere inevitablemente el aumento en la capacidad de compra de la gran masa, la cual necesita para ello poseer su propia tierra”.
Casi veinte años después, el 11 de septiembre de 1983, se producía en Chile el golpe de Estado orquestado por el general Pinochet y CIA. Salvador Allende no se rendía en un Palacio de la Moneda asediado. El periodista chileno Guillermo Ravest, entonces director de Radio Magallanes y uno de los pocos que desobedeció a Pinochet, transmitió en vivo el último e histórico mensaje del presidente Allende. Pinochet había amenazado a los medios “adictos a la unidad popular” a suspender sus actividades informativas mientras Allende hablaba, o de lo contrario serían castigados por vía aérea y terrestre. América Latina vivía terrorismos de Estado sin parangón y uno de sus peores momentos de violencia. Justo ese año, Guatemala llegaba al número de la vergüenza: 626 masacres que dibujaban un genocidio.
Tanto la caída de Árbenz como la de Allende, marcaron un hito en la radicalización del continente. Quedó claro que los estadounidenses y sus socios locales no tolerarían iniciativas como la arbencista o la allendista. Ambos momentos marcaron el inicio y el clímax de la Doctrina de la Seguridad Nacional que se sirvió de la maquinaria más sangrienta de toda nuestra historia. Allá, en el sur, las palabras de Allende quedarían para siempre en las paredes de la historia continental: “Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.
cescobarsarti@gmail.com
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