Pedro Miguel
Uno de los errores más garrafales de Nicolás Maduro –más que la presunta parábola de Chávez convertido en pajarito– fue comparar la situación venezolana del momento, en el discurso que pronunció tras el anuncio de su apretada victoria en las elecciones presidenciales del domingo pasado, con las que se configuraron en los comicios presidenciales de 2000 en Estados Unidos y de 2006 en México.
En los primeros el triunfo fue adjudicado, después de un jaloneo memorable, al republicano George W. Bush, a pesar de los indicios de que su mayoría en el colegio electoral fue conseguida mediante manipulaciones fraudulentas en Florida, entonces gobernada por Jeb Bush, hermano del favorecido. En cuanto a la elección presidencial de 2006 en México, el
triunfode Felipe Calderón fue fabricado, entre otros medios, con un descarado trasvase de votos emitidos a favor del priísta Roberto Madrazo y que fueron a parar al caudal electoral del aspirante oficialista, a fin de darle una ventaja de 1 por ciento –que a la postre se redujo al célebre 0.56– por encima del vencedor real de los comicios, que fue Andrés Manuel López Obrador. De acuerdo con los exhaustivos análisis estadísticos realizados por varios autores y recopilados por Héctor Díaz-Polanco en La cocina del Diablo, los verdaderos resultados de esos comicios pudieron ser algo así como 34 por ciento para AMLO, 30 por ciento para FCH y 27 por ciento para RMP.
Los paralelismos resultan tanto más desafortunados si se considera que, de acuerdo con la información disponible, en cambio, las presidenciales del domingo pasado en Venezuela pudieron estar marcadas por la inequidad de los organismos institucionales a favor de Maduro y por las campañas sucias antichavistas organizadas por los sectores oligárquicos y sus respaldos del exterior, pero no por una manipulación de los resultados electorales, como pudo ocurrir en Estados Unidos en 2000 y como ocurrió en México en 2006. Qué necesidad de enumerarse entre defraudadores de derecha que resultaron ser, para colmo, gobernantes ineptos y sangrientos. Por si fuera poco, en su alocución del triunfo el candidato chavista confundió las cosas y afirmó que ante el fraude foxista-calderonista,
la izquierda respetó los resultados, algo que resultaba impensable porque quienes fabricaron tales resultados no respetaron el veredicto ciudadano.
Dejando de lado el caso estadunidense, la diferencia sustancial entre México 2006 y Venezuela 2013 es que hace siete años el bando que fue formalmente declarado triunfante rechazó de tajo cualquier posibilidad de recuento de los votos y que Maduro, en cambio, se adelantó a pedir una auditoría de los resultados electorales del domingo. Su rival a la derecha, Henrique Capriles, ha ido más allá y ha pedido un recuento total de los sufragios en papel, algo semejante a la exigencia enarbolada por la izquierda electoral mexicana en 2006:
voto por voto, casilla por casilla. Ahora es claro que en Venezuela ambos procedimientos son inevitables en la obtención de la legitimidad.
Más allá de las insinuaciones de fraude por parte de Capriles –que probablemente sean meramente propagandísticas– y de la nefasta manera en la que Maduro se equiparó con personajes fraudulentos, el problema de fondo, exhibido por estos comicios, es que el chavismo sin Chávez pesa 600 mil votos menos que con Chávez, según indica el cotejo de los resultados de esta elección con los de los comicios de octubre del año pasado. Si el 1.7 por ciento de la ventaja de Maduro es un dato confiable, entonces también es cierto que la sociedad venezolana se ha dividido prácticamente en mitades con respecto al proyecto bolivariano.
Antes que enumerar las dificultades que habrá de afrontar el mandato de Maduro –y si se da por hecho que las revisiones del resultado ratifican su victoria–, hay que pensar en los flancos que se le abren al proyecto con su apretado triunfo. Además de la presión de movilizaciones internas –que sólo puede neutralizarse mediante el recuento total de los votos–, empiezan a aparecer en el exterior agentes
de buena voluntad, como la Casa Blanca –replicada de inmediato por el encargado de la OEA, José Miguel Insulza– que piden el recuento de los sufragios.
Al parecer, el procedimiento no tiene fundamento en la legalidad de Venezuela, pero políticamente es casi inevitable, no para contentar a Washington y a su organismo satélite, sino porque casi la mitad de los electores venezolanos deben ser convencidos de la legitimidad de Maduro.
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