Editorial La Jornada
Más allá del juicio que merezcan semejantes estrategias contrainsurgentes de tierra arrasada, la destitución e inhabilitación de la senadora Piedad Córdoba –decretadas ayer por la Procuraduría General de la Nación– es una grave afectación a la institucionalidad democrática, toda vez que constituye una medida de criminalización de la acción política legal. Cabe recordar que la legisladora posee una larga e intachable carrera legislativa de más de tres lustros, que ha sido promotora de causas sociales como la defensa de minorías, la tutela de la maternidad y la solución pacífica del conflicto armado que padece su país. Su honestidad y su dedicación le han acarreado toda suerte de ataques, desde un secuestro por las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) hasta acusaciones de traición a la patria
por parte de Uribe, pasando por dos atentados criminales y una maniobra fraudulenta para despojarla de su escaño. Nominada al Premio Nobel de la Paz, Córdoba se involucró en la gestión humanitaria para conseguir la liberación de rehenes en poder de las FARC y fue nombrada facilitadora de un acuerdo en ese sentido por el propio Uribe, en 2007. Pocos meses después, el ex presidente le retiró el aval, al acusarla de legitimar el terrorismo
junto con el presidente venezolano, Hugo Chávez, quien también fungía como mediador.
La ofensiva judicial emprendida ayer por el gobierno de Santos contra la senadora, justificada con un argumento tan absurdo como que mantuvo contactos con las FARC –evidentemente tenía que mantenerlos, en su condición de mediadora–, no sólo es un atropello político y jurídico, sino parece prefigurar los preparativos de un exterminio de los miles de efectivos que aún le quedan a esa organización guerrillera: sólo así parece explicarse que el régimen haya decidido destruir el principal puente y prácticamente el único canal de comunicación entre la clase política formal y el grupo rebelde.
En ausencia de voluntad oficial para emprender una negociación de paz, el asesinato sistemático de los insurgentes parece ser, en efecto, la única perspectiva de Santos. Las FARC podrán estar severamente golpeadas en el terreno militar y sumamente debilitadas en el político luego de décadas de una campaña sistemática de demonización de los guerrilleros, a quienes se ha presentado como criminales sin escrúpulos y encarnaciones de la maldad, enfoque que ignora, por cierto, las causas sociales profundas –desigualdad, miseria, marginación– que han alimentado a la organización armada durante medio siglo. Pero, en un entorno dominado por los paramilitares –cuya disolución ha sido básicamente nominal–, cualquier rendición sería seguida por la ejecución de su protagonista. En tal circunstancia, los combatientes de las FARC tienen un motivo simple para seguir alzados en armas: la supervivencia. A la larga, el grupo insurgente podrá ser desmantelado en sus núcleos principales, pero si persiste en la lógica del exterminio, el gobierno colombiano –el actual o sus sucesores– no podrá evitar la conversión de los guerrilleros sobrevivientes al bandolerismo y a una delincuencia común incontrolable.
Para cerrar el paso a esta perspectiva ominosa, los sectores lúcidos de la sociedad colombiana deben presionar a Santos y a su gobierno para que se abran a una alternativa de pacificación real.
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