La Cumbre de Seguridad Nuclear, a la que la Casa Blanca convocó a gobernantes de 47 países, tiene como propósito declarado evitar el riesgo de ataques terroristas con armas nucleares. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha insistido en que tal riesgo es real, y ha expresado el temor de que organizaciones fundamentalistas islámicas, como Al Qaeda, se hagan de material atómico para atacar intereses de ese país. Tal eventualidad, que hasta el 11 de septiembre de 2001 habría parecido un delirio paranoico, no puede descartarse hoy en día, por más que parezca un tanto remota, y nadie en su sano juicio se opondría a medidas orientadas a reforzar la vigilancia internacional de las sustancias necesarias para fabricar una bomba nuclear e impedir que sean adquiridas por grupos irregulares.
Sin embargo, el tema real en el centro del cónclave que se realiza en Washington es muy diferente: el gobierno estadunidense busca convencer a regímenes aliados, amigos y otros no tanto, de unirse a la cruzada de aislamiento contra Irán, nación que realiza esfuerzos independientes por desarrollar un programa nuclear de generación de energía que, según Obama y sus socios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, tiene derivaciones armamentistas.
Tomando en cuenta este hecho, cabe afirmar que el encuentro en la capital de Estados Unidos es tan hipócrita como inefectivo. Hipócrita, en la medida en que los gobiernos occidentales toleraron desarrollos de armas nucleares por parte de Israel, Pakistán, India y posiblemente también Corea del Norte, sin recurrir a las presiones económicas, diplomáticas y hasta militares que hoy aplican contra Teherán. Hasta la fecha, Tel Aviv –aliado principalísimo de Washington en Medio Oriente– no ha sido sometido a inspecciones, ni presionado en forma alguna, pese a que cuenta con un arsenal atómico que Global Security calcula en 200 o 300 cabezas nucleares. Por lo demás, países como Japón, Suecia, Alemania, Canadá, España e Italia han desarrollado, sin ser molestados en forma alguna, la capacidad técnica para ensamblar armas atómicas en un plazo mucho menor del que le tomaría a Irán.
Por otra parte, si el temor occidental es que la república islámica suministre materiales nucleares a Al Qaeda, las presiones van en dirección equivocada, si se toma en cuenta la enemistad de raíces históricas entre los fundamentalistas sunitas y el régimen de Teherán, con hegemonía chiíta. Sería más probable, en todo caso, que los primeros obtuvieran uranio enriquecido y tecnología de Pakistán, cuyas autoridades han respaldado activamente, en el pasado reciente, a grupos terroristas, y que, para colmo, enfrentan actualmente una situación de ingobernabilidad, guerra y corrupción cada vez más semejante al panorama que impera en el vecino Afganistán.
En suma, el empeño por aislar y cercar a Irán, y por impedirle que continúe su programa de desarrollo nuclear, es injusto, injerencista y contrario a la legalidad internacional, como señaló recientemente el presidente brasileño, Luis Inazio Lula da Silva, reconocido estadista de talla mundial a quien nadie podría atribuir propósitos de desestabilización ni simpatías hacia organizaciones terroristas. Es lamentable que, en contraste, tantos gobernantes se presten a esa maniobra en el encuentro de Washington.
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