La visita a Venezuela del primer ministro ruso, Vladimir Putin, y el discurso que su anfitrión, Hugo Chávez, pronunció ayer en Caracas –en el que resaltó la
cooperación estratégicadel Kremlin con el Palacio de Miraflores y anunció, entre otras cosas, el apoyo de Moscú para que
Venezuela tenga su propia industria para el uso de su espacio ultraterrestre– dan contexto a un estrechamiento significativo en las relaciones entre ambos países, que resulta, según puede verse, incómodo para los intereses hegemónicos de Washington en la región y en el mundo. Así lo demuestra, entre otros elementos, el pronunciamiento ayer mismo del Departamento de Estado de Estados Unidos, cuyo portavoz, Philip Crowley, se mofó de los planes del presidente venezolano de llevar a cabo un programa espacial, y dijo que los objetivos de Caracas
deberían ser más terrestres que extraterrestres. La declaración se suma a las inquietudes manifestadas en días recientes por esa misma dependencia ante la posibilidad de que Venezuela concretara nuevas compras de armamento ruso durante la visita de Putin.
La postura de Washington frente al hecho comentado refleja una falta de comprensión respecto de la realidad multipolar contemporánea en las relaciones internacionales, en la que las pretensiones estadunidenses de imponer una hegemonía unilateral –reavivadas durante la era de George W. Bush– carecen de sustento material ante la existencia de contrapesos como China y la propia Rusia. Esa falta de visión llevó a la Casa Blanca, en los años anteriores a la llegada de Barack Obama a la Oficina Oval, a hostilizar a Moscú y tratarlo como enemigo potencial, pese a que los gobiernos rusos post soviéticos de Boris Yeltsin y del propio Putin intentaron presentarse ante Occidente como socios y aliados confiables. De no haber existido tal hostilidad, posiblemente hoy los lazos entre el Kremlin y algunos de los gobiernos críticos de Washington serían menos estrechos.
En lo que se refiere a Venezuela, la voluntad de desarrollar y expandir su propia industria espacial –cuya punta lanza es el satélite Simón Bolívar, en operaciones desde hace más de un año– no es, contrario a lo que pareció insinuar ayer el funcionario estadunidense, parte de un afán estrafalario ni mucho menos un capricho personal de Hugo Chávez: antes bien, se inscribe en una necesidad de reafirmar la soberanía venezolana en materia de telecomunicaciones –en una región donde sólo México, Brasil, Argentina y Venezuela cuentan con satélites propios– y de reforzar, por esa vía, tareas concernientes a la defensa y la seguridad nacional de ese país. En lo que toca al fenómeno de rearme que se vive en algunas naciones de la región –Venezuela incluida–, éste se explica, en buena medida, como reacción a la persistente amenaza que representan la arbitrariedad y el carácter depredador y violento de la política exterior estadunidense, características que fueron impulsadas por la presidencia de Bush, y que su sucesor, Barack Obama, no ha conseguido o querido eliminar.
Ante los elementos de juicio mencionados, es claro que el punto central de la coincidencia actual entre Caracas y Moscú no reside en afanes armamentistas o posturas antiestadunidenses
, sino en la necesaria defensa de las soberanías nacionales frente a pulsiones hegemónicas y colonialistas como las que persisten en la superpotencia.
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