Estamos ante la primera crisis capitalista mundial –la más vasta, planetaria y profunda– que no enfrenta protestas de masas, rebeliones, grandes transformaciones políticas y sociales (salvo en países pequeños, como Islandia o Grecia). Las consecuencias de esta crisis se hacen sentir sólo indirectamente en las luchas entre Estados Unidos, la Unión Europea, o entre los
grandes
en el seno de ésta, o en los reflejos en los países capitalistas dependientes, en los que los gobiernos mal llamados progresistas tratan de aprovechar la crisis de la hegemonía y la dominación imperialista para ampliar su margen de maniobra, y se enfrentan a la dura ofensiva de los aliados internos del capital financiero internacional y del imperialismo.
Como siempre, en todo momento crítico, lo esencial es quién controlará la urbe donde reside el gobierno y, en general, las ciudades, e inclinará a su favor un sector dinámico y de peso de las clases medias. O sea, de esa vasta polvareda social, internamente diferenciada, en la que se reconocen desde los empleaditos hasta los banqueros y los trabajadores manuales que creen formar parte de esas clases medias porque comparten sus valores y, sobre todo –y esto es importante– los oscilantes suboficiales y oficiales de las fuerzas armadas. Vivimos así una feroz disputa entre derechas e izquierdas por el corazón y las mentes de los pueblos, en una fase en la que éstos han aceptado los valores capitalistas y se encuentran sin alternativa ideológica.
Desde el punto de vista de quienes luchan por un cambio social, ninguna posición está conquistada de antemano y de una vez para siempre. Incluso el apoyo más ferviente y masivo debe ser reconquistado cotidianamente con una política transparente, educando en la democracia, la autorganización y la autogestión, creando un nuevo Estado en las relaciones autogestionarias y autonómicas en la práctica política de los oprimidos, y reduciendo el papel asfixiante del aparato de Estado heredado, con su poder vertical de decisión, la corrupción y la cooptación de los dirigentes políticos y sindicales educados con valores clientelistas y corporativos.
En nuestros países latinoamericanos –por la escasa cultura democrática y la casi nula tradición socialista, a lo que se suma el peso agobiante de líderes o caudillos de nuestra historia republicana–, la democracia de masas directa y participativa es condición esencial para encontrar un terreno propicio para una diaria educación colectiva, solidaria, colectivista, ética, a la que todo en la vida capitalista tiende a destruir. Por eso no puede ni hablarse de luchar por el socialismo si se imponen candidaturas a dedo; si no se intenta escuchar y convencer, sino que se decide a espaldas de los trabajadores; si se confunde el partido con una máquina de conseguir puestos y prebendas, y se le diluye en el Estado capitalista.
No puede educarse en el socialismo si sólo se practica una parte –fundamental, pero no única– de una ideología de la liberación social, o sea, el nacionalismo antimperialista, la lucha por la descolonización y por construir el orgullo nacional, la necesidad de un Estado nacional capaz de luchar por el desarrollo, corriendo el riesgo de caer en el desarrollismo a toda costa, en la que los trabajadores y los oprimidos son sólo piezas de un juego que otros dirigen desde arriba.
Por eso los triunfos electorales son importantísimos pero efímeros, si no avanza la construcción del poder popular, que no es el del aparato del Estado ni el de las instituciones gubernamentales. La liberación nacional, como el socialismo, será fruto de los trabajadores mismos, que deben expresarse y organizarse por su cuenta y deben politizarse sobre la marcha, con la ayuda de los revolucionarios en el gobierno o fuera de él.
Es cierto que el MAS –que en 1997 era apenas una sigla prestada por algunos movimientos sociales para participar en elecciones– con los comicios del 4 de abril ha ganado sucesivamente seis elecciones, tiene concejales municipales en todos los departamentos y controla las alcaldías rurales. Pero sólo ha ganado dos de nueve capitales e incluso perdió en ciudades que apoyan a Evo Morales masivamente y que eran bastiones del MAS, como La Paz, Oruro o Potosí, y en centros indígenas aymaras, como Achacachi, o mineros-indígenas, como Llallagua y Uncia, e incluso en la ciudad obrera-aymara de El Alto apenas ganó frente a una desconocida, la Sole
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Según Felipe Machaca, dirigente de la Central Obrera Boliviana, el triunfo del MAS, perdiendo votos y posiciones, se explica como un voto de castigo por la transformación de dirigentes de movimientos sociales en distribuidores de puestos estatales y de prebendas, la corrupción y la falta de empleos. El voto urbano por el MAS no corresponde, ni de lejos, al prestigio indiscutido de Evo en esas mismas ciudades.
Ese voto urbano en Bolivia –y en septiembre en Venezuela– podría deslizarse fuera del control oficial. El Movimiento de los Sin Miedo, dirigido por el ex alcalde de La Paz, Juan del Granado, creció porque hizo su campaña contra la elección por dedazo de candidatos oficiales y contra el autoritarismo. Ese partido votó junto al MAS en la constituyente y hasta ahora tenía algunas alcaldías menores, con dirigentes indígenas o cholos, pero poca influencia rural.
Ahora aparece desbordando al MAS por la izquierda, aunque no es más de izquierda ni muy diferente de éste desde el punto de vista organizativo y de funcionamiento. No se sabe bien qué curso seguirá, sobre todo si las autoridades gubernamentales actúan con sectarismo empujándolo a alianzas con la derecha. Se impone una corrección del rumbo gubernamental, con medidas sociales más profundas, mayor transparencia y más participación democrática de las consideradas bases
de Evo.
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