Gustavo Gordillo
La alternativa no es
entre lo menos malo y lo más malo, sino entre la derrota civilizatoria
de la democracia en Estados Unidos y el espacio mínimo para reconstruir
instituciones, pulsaciones y espejismos culturales en una sociedad
sumamente desigual y dividida.
Trump no es un cierto tipo de derecha y Hillary otro cierto tipo de
derecha. Trump es la bribonería, el racismo y todas las formas de
discriminación imaginables.
Es necesario, sobre todo si gana Hillary, entender a Trump y al trumpismo.
Lo primero es consecuencia directa de la manipulación oportunista del establishment
republicano respecto del sector más extremo de la derecha no incluida
en la tradicional coalición conservadora. Le dieron alas al Tea Party
a pesar de la extravagancia de muchos de sus candidatos y líderes
–entre brujas, sanadores, lectores de cartas, truhanes y gamberros.
Crearon el ambiente propicio para que a partir de la campaña
profundamente racista que ponía en duda si el presidente Obama era
ciudadano de Estados Unidos o no, se alzara Trump como campeón de todas
las formas de racismo y discriminación. Después soltaron unas cuantas
lágrimas de cocodrilo al ver al Partido Republicano en calidad de
fierros viejos; antes de constatar que la caída de Trump se los llevaría
entre las patas. Por ello ahora se reagrupan alrededor de Trump
suponiendo ingenuamente que podrán controlar al maniático, así como
creyeron los conservadores alemanes o italianos que iban a poder
controlar a Hitler o al Duce. Ellos serían las primera víctimas si
ganara Trump.
El trumpismo se cuece aparte.
Ya en 1993 Hans George Betz (Comparative Politics 1993 The new politics of resentment) hablaba de un espacio social en las sociedades avanzadas post-industriales caracterizado por la emergencia de una sociedad
de dos tercios. De un lado una nueva clase media bien educada y con futuro y una fuerza de trabajo
polivalenteempleada en las empresas, frente a un sector paulatinamente marginalizado de trabajadores no calificados o semi-calificados más una masa de desempleados permanentes que integran el espacio de la informalidad. Estos últimos son los perdedores de la globalización y el desempleo.
Estas expresiones tienen una base económica en la desigualdad y
la pobreza extrema. Pero se trata más que nada de un fenómeno cultural
que tiene dos vertientes convergentes.
Por una parte esta resaca conservadora desarrolló ciertas formas de
códigos o fórmulas ideológicas entre las capas más influyentes de la
sociedad, etiquetando a los pobres y a otros beneficiarios de servicios
sociales como personas moralmente desprovistas de valor y merecimiento,
con lo cual los grupos gobernantes y los contribuyentes, en general,
quedaban relativamente liberados de sus compromisos con los grupos
excluidos de los procesos de modernización. De esos códigos spencerianos
hablan, la descalificación de las corporaciones como formas modernas de
representación de intereses; la impugnación de la idea de justicia al
vincularla con la ineficiencia del Estado, y la separación del combate a
la pobreza del fomento productivo para convertirlo en un tema de
asistencialismo público y privado.
Pero en su otra vertiente es útil recurrir a Kari Mannheim(1973),
quien discurrió sobre un el tipo ideal de una utopía que denominó
quiliaismo. En ese tipo de utopía se trata de reflejar la mentalidad de
sociedades tradicionales caracterizadas por una pérdida total de las
certidumbres simbólicas y valorativas. Este proceso las lleva a recrear
una visión polar del mundo con cierta orientación iconoclasta. “La
violencia adquiere una sobrestimación como un medio valioso e
insustituible para superar la incertidumbre, y puede llevar a conflictos
de larga duración… donde privilegian el aquí y el ahora muy por encima
de la perspectiva del mediano y del largo plazo”.
Twitter: gusto47
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