Por: Tom Engelhardt
Hago regresar a mis padres de la muerte para las elecciones de 2016.
Decir que esta es una elección infernal es insultar al infierno
No ha habido nada parecido desde que Washington pasó el Rubicón, o
Trump cruzó el Delaware o pronunció el discurso de Gettysburg (ya
sabéis; el que empieza “Hace cuatro tantos y once mujeres…”). Si
preferís, elegid vuestro propio momento seminal en la historia de
Estados Unidos.
Billones de palabras, esa cara, esos gestos, los interminables
insultos, las mujeres maltratadas y los correos electrónicos, el
espectáculo que dura las 24 horas de los siete días de cada semana que
muestra todo esto… Pase lo que pase el día de las elecciones, admitamos
una realidad: en este país, hemos entrado en una nueva era política.
Solo que no nos hemos dado cuenta del todo. De verdad que no.
Olvidaos de Donald Trump.
¡Caramba! ¿Por qué escribí esto? ¿Cómo podría alguien olvidarse del
primer candidato presidencial de nuestra historia que anticipó que no
está dispuesto a aceptar el resultado de las elecciones? (en 1860, hasta
los sureños aceptaron la elección de Abraham Lincoln antes de intentar
separarse de la Unión). ¿Quién podría olvidar al hombre que denunció que
con la ley actual las mujeres podían abortar el mismo día del
nacimiento o apenas un día antes? ¿Quién podría olvidar al hombre que
aseguró ante una audiencia de unos 72 millones de estadounidenses que no
conocía a las mujeres que le acusaban de agresión sexual y maltrato,
entre ellas la periodista de la revista People que lo entrevistaba?
¿Quién podría olvidar al candidato que se jactaba mes tras mes de los
resultados positivos de los sondeos en los mítines políticos y en twits
antes de que (cuando esos mismos sondeos se volvieron contra él) se
descubriera que todos ellos estaban amañados?
Piénsese lo que se piense de Donald, ¿quién en este mundo –y con esto
quiero decir todo el mundo, incluyendo a los iraníes– podría olvidarse
de él o de las elecciones por las que apostó tan ominosamente? Sin
embargo, cuando pensemos en él no lo convirtamos en la causa de la
disfunción política de Estados Unidos. Él no es más que el síntoma
–extravagante, trastornado e inquietante– de la transformación del
sistema político de Estados Unidos.
Admitámoslo, Donald es un “político” que no tiene igual, incluso
entre sus colegas de la emergente derecha nacionalista y movimientos
anti-todo del ámbito global. Él hace que la francesa Marine Le Pen
parezca la racionalidad personificada y que el presidente de Filipinas,
Rodrigo Duterte, se asemeje a un experto táctico de nuestra época. Pero
lo que de verdad convierte a Donald Trump y su carrera por la
presidencia en algo fascinante y desconcertante es que no estamos
hablando solo de la presidencia de un país: Estados Unidos es el país.
El país que, en términos del despliegue de sus fuerzas armadas y su
poder económico y cultural para influir en el funcionamiento de todo en
prácticamente cualquier sitio, sigue siendo la gran nación imperial del
planeta Tierra. Aun así, sobre la base de lo acontecido en este insólito
año de campaña electoral, cuesta mucho no pensar que hay algo –y no se
trata solo de Donald– incómodamente equivocado en el contexto
estadounidense.
La generación de la Segunda Guerra Mundial en 2016
Algunas veces, cuando me dejo llevar por mis fantasías (me pasó
mientras miraba el último debate presidencial), monto un milagro privado
y traigo –de regreso de la muerte– a mis padres para que observen
nuestro mundo estadounidense. Con ellos en la sala, trato de imaginar la
incredulidad que muchos de la generación de quienes vivieron la Segunda
Guerra Mundial con toda seguridad sentirían ante nuestro tiempo
presente. Por supuesto, ellos debieron soportar una devastadora
depresión económica, a años luz de cuanto hemos experimentado en la gran
recesión de 2007-2008, como también una conflagración mundial de una
magnitud como nunca se había experimentado, y –aparte de una guerra
nuclear– es improbable que vuelva a suceder.
A pesar de esto, no dudo que nuestro mundo les dejaría boquiabiertos,
sobre todo el particular caos con el que convivimos. Para empezar, en
el ámbito global, tanto mi madre (que murió en 1977) como mi padre (que
falleció en 1983) vivieron varias décadas de la era nuclear, la era de
los más grandes –para quienes querían un mundo mejor– logros de la
humanidad. Después de todo, por primera vez en la historia, los seres
humanos tomamos el Apocalipsis de las manos de dios (o de los dioses)
–donde había estado durante miles de años– y nos apropiamos de él. Sin
embargo, lo que no llegaron a vivir fue, potencialmente, el segundo
rompimiento de contrato –el cambio climático–, que ya está trastornando
el planeta y amenazándolo con un Apocalipsis en cámara lenta del que no
hay precedentes.
Ciertamente, las armas nucleares no fueron utilizadas hasta el 9 de
agosto de 1945, aunque se diseminaron por los arsenales de numerosos
países; el cambio climático será visto como la versión paso de tortuga
de la guerra nuclear; no olvidéis que la humanidad continúa bombeando
gases de efecto invernadero en la atmósfera en volúmenes siempre
cercanos al récord. Imagino el asombro de mis padres si supieran
que el tema más peligroso y maldito en la Tierra no mereció una sola
pregunta –por no hablar de una respuesta– en los tres debates
presidenciales de 2016; las cuatro horas y media de acusaciones,
insultos e interrupciones que acaban de pasar. Ni un moderador,
evidentemente, tampoco un votante indeciso (en el segundo debate en el
ayuntamiento), ni un candidato presidencial –cada uno de ellos preparado
para cambiar de tema en un momento de apuro con preguntas sobre
agresiones sexuales, correos electrónicos o cualquier otra cosa– pensó
que eso mereciese la menor atención. En resumen, era un
problema demasiado grande para discutirlo, uno cuya existencia Donald
Trump (como cualquier otro republicano) niega, o mejor aún, en su caso,
rotula como un “engaño” y solo atribuye a una conspiración china para
hundir a Estados Unidos.
Otro tanto de locura (y de estupidez) cuando se trata de la cuestión
más vasta de todas. En una algo más modesta escala, mi madre y mi padre
no habrían reconocido como estadounidense nuestro ámbito político de
hoy, y no solo debido a Donald Trump. Se hubieran quedado
pasmados por el dinero que se vierte en él: por lo menos 6.600 millones
de dólares en estas elecciones según la última estimación; más del 10
por ciento del cual provino de solo 100 familias. Se habrían
sorprendido por nuestras elecciones del 1 por ciento; por nuestra nueva
Era Dorada; por un famoso multimillonario de la televisión que se
presenta como un “populista” y tiene el apoyo de la gente blanca de
clase trabajadora que antes era demócrata y que ahora se siente atraída
por personas como Trump y su marca de capitalismo de casino, fraudes y
espectáculo; por todos esos otros multimillonarios que derraman dinero
en las arcas del Partido Republicano para crear un Congreso manipulable
que responda a sus pujas obstruccionistas; y por las enormes cantidades
de dinero que en estos días se puede “invertir” en muestro sistema
político de una forma perfectamente legal. Y ni siquiera he mencionado a
la Otra Candidata, que dedicó todo agosto a la verdadera “campaña
electoral”, codeándose no con estadounidenses de a pie sino con
millonarios y multimillonarios (y una colección de celebridades) para
llenar su fenomenal “arcón de guerra”.
Yo debería haber aspirado profundamente y explicado a mis padres que
en el Estados Unidos del siglo XXI, por decisión del Tribunal Supremo,
el dinero se ha convertido en el equivalente del discurso, aunque sea
cualquier cosa menos “libre”. Y no olvidemos esa otra atracción
financiera en una elección estadounidense de estos días: las noticias
televisadas, por no hablar de los demás medios. ¿Cómo podría siquiera
empezar a esbozar eso a mis padres –para quienes las elecciones
presidenciales eran un acotado acontecimiento otoñal– la naturaleza
extravagante de una temporada de elecciones que se inicia con la
especulación mediática justo cuando la temporada anterior está acabando y
desde entonces continúa más o menos sin interrupción? ¿O el espectáculo
de los comentaristas discutiendo las 24 horas de los siete días de la
semana sobre nada que no sean las elecciones en la televisión por cable
durante al año entero, o los miles de millones en anuncios que alimentan
esta interminable Súper Copa de campañas, llenando las arcas de los
propietarios de los cables y las redes de noticias?
Nosotros hemos crecido extrañamente habituados a todo esto, pero mi
madre y mi padre sin duda pensarían que estaban en otro país -y eso
hubiera ocurrido incluso antes de conocer el sistema político actual,
cuyo estrafalario representante es Donald Trump.
De cualquier modo, ¿qué planeta es este?
Me gustaría haber conservado un texto de educación cívica de la
escuela secundaria. Si tienes cierta edad, lo recordarás: aquel en que
un marciano pone pie en Main Street, Estados Unidos, para escuchar una
conferencia sobre las glorias de la democracia estadounidense y la
cuidadosamente construida, comprobada y equilibrada división de poderes
de nuestros órganos de gobierno. Estoy seguro de que el conocimiento de
este sistema cambió la vida en Marte para mejor, aunque en tiempos de
mis padres ya hubiese algo de fantasía en este rincón de la Tierra.
Después de todo, el presidente republicano Dwight D. Eisenhower –mis
padres votaron al demócrata Adlai Stevenson– fue quien, en 1961, en su
discurso de despedida llamó la atención de los estadounidenses por
primera vez sobre “la desastrosa posibilidad de conceder poder a quien
no lo merece” y sobre “el complejo militar-industrial”.
Es cierto; todo eso ya estaba cambiando en aquellos días y, aun en
tiempos de paz, el país estaba convirtiéndose en una maquinaria de
guerra de un tamaño sin precedentes en la historia. Aun así, 30 extraños
años después de la muerte de mi padre, observando el panorama
estadounidense, es posible que mis padres se creyeran en Marte. Sin duda
se preguntarían qué le podría haber pasado al país que ellos conocían.
Después de todo, gracias a las tácticas de tierra arrasada del Partido
Republicano en estos últimos años en la bipolar Washington, el Congreso,
esa colección de supuestos representantes del pueblo (hoy, un grupo de
bien pagados y mejor financiados representantes de los intereses
especiales del país en una capital plagada de grupos de presión
corporativos), ya rara vez funciona. Carente de relevancia, merodea
entre los pórticos del Capitolio. Por ejemplo, hace poco tiempo. John
McCain (en general considerado un senador republicano relativamente
“moderado”) sugirió (antes de dar un paso atrás en sus comentarios) que
si Hillary Clinton fuera elegida para la presidencia, sus compañeros
senadores republicanos podrían decidir anticipadamente no confirmar
cualquier nominación que ella hiciera para el Tribunal Supremo mientras
estuviese en el cargo. Esto, por supuesto, significaría que un tribunal,
que ahora parece ser un equipo permanente de ocho miembros, encogería
en consecuencia. Los comentarios de McCain que alguna vez habían
conmocionado profundamente a Estados Unidos, apenas provocaron una
marejadilla de incomodidad y protesta.
En mi paseo por este nuevo mundo, yo podría comenzar señalando a mi
madre y mi padre que Estados Unidos está hoy en permanente estado de
guerra; en este momento está operando en por lo menos seis países del
Gran Oriente Medio y África. Todos estos conflictos armados son
esencialmente presidenciales; el Congreso ya no tiene un papel real en
ellos (como no sea para soltar el dinero que haga falta y batir el
parche para apoyarlos). Cuando se trata de asuntos de guerra, que alguna
vez eran controlados y contrapesados por la Constitución, el poder
ejecutivo está solo.
De ningún modo pretendería que mis padres se limitaran a observar qué sucede en el extranjero.
La militarización de Estados Unidos se ha realizado a ritmo acelerado y
de una forma que –no tengo la menor duda– los horrorizaría. Por
ejemplo, podría llevar a mis padres a la Gran Estación Central, cerca
del centro de Manhattan, el barrio donde ellos vivían y sigue siendo el
mío; cualquiera que fuese el día de la semana, verían algo inconcebible
en otros tiempos: soldados de guardia con armamento de guerra y uniforme
de camuflaje. Yo podría comentarles que, en mi estación de
metro, vi varias veces un grupo de agentes de la unidad antiterrorista
de la policía de Nueva York que muy bien podría tomarse por un grupo de
operaciones especiales del ejército, con sus fusiles de asalto, pero ya
nadie se detiene para mirarlos con la boca abierta. Podría agregar que
los cuerpos policiales de todo el país se parecen más cada día a
unidades militares y son pertrechados directamente por el Pentágono con
armamento y equipo igual al utilizado en los lejanos campos de batalla
de Estados Unidos, incluyendo vehículos blindados de distinto tipo.
También podría mencionar que los drones militares de vigilancia, los
precursores de la futura guerra robótica (salidos, para mis padres, de
las novelas infantiles de ciencia ficción que yo acostumbraba leer),
surcan ahora regularmente los cielos de Estados Unidos; que dispositivos
de vigilancia de última generación diseñados para operar en remotas
zonas de guerra, hoy en día son utilizados por la policía en el ámbito
nacional; y que, a pesar de que el asesinato por razones políticas fue
oficialmente prohibido en los años setenta del pasado siglo, después del
Watergate, en estos tiempos el presidente está al mando de una
formidable fuerza aérea de drones operada por la CIA que se ocupa
regularmente de tales asesinatos –de los que no se salvan ni los
ciudadanos estadounidenses– en grandes zonas del planeta, sin que sea
necesario el ‘visto bueno’ de nadie fuera de la Casa Blanca, tampoco de
los tribunales. Podría mencionar que quien era presidente en tiempos de
mis padres comandó un ejército secreto de modestas proporciones –los
paramilitares de la CIA–; en estos momentos, el presidente es el jefe de
una fuerza armada secreta –el Comando de Operaciones Especiales (SOC,
por sus siglas en inglés)– formada por 70.000 soldados de elite ocultos
dentro del ámbito mayor de las fuerzas armadas de Estados Unidos. En el
SOC hay equipos de elite preparados para ser desplegados y realizar
misiones de tipo ‘comando’ en cualquier sitio del mundo.
Yo podría señalar que en el siglo XXI, el espionaje
estadounidense ha erigido un estado de vigilancia de ámbito global que
habría avergonzado a las potencias totalitarias del siglo precedente.
Todos los ciudadanos de Estados Unidos –absolutamente todos– están en
la mira de este estado de vigilancia; nuestros correos electrónicos
(algo desconocido por mis padres) son recogidos por millones, nuestras
llamadas telefónicas están a disposición de este estado. En resumen, que
la intimidad ha sido declarada anti-estadounidense. También podría
observar que, sobre la base de un día aciago [el 11-S] y de lo que en
última instancia es la más modesta de las amenazas que se ciernen sobre
los estadounidenses, un solo temor –al terror islamista– ha sido el
pretexto para la puesta en marcha del estado de la seguridad nacional ya
existente hasta transformarse en una construcción de proporciones poco
más o menos increíbles a la que se ha dotado de unos poderes que en
otros tiempos eran inimaginables y financiada de una manera que dejaría
atónito a cualquiera (no solo a los visitantes del pasado
estadounidense) y hasta llegar a ser el cuarto poder del Gobierno de
Estados Unidos sin haber sido debatido ni votado previamente.
Poco de lo que hace –y hace mucho– está abierto al escrutinio
público. Por su propia “seguridad”, “el Pueblo”, no debe saber nada de
su funcionamiento (excepto lo que ese poder quiera que se sepa).
Mientras tanto, un claustrofóbico secretismo se ha propagado por
importantes partes del Estado. En 2011, el gobierno de Estados Unidos
declaró secretos 92 millones de documentos, y desde entonces las cosas
no parecen haber mejorado. Además, el estado de la seguridad nacional ha
estado elaborando un cuerpo de “legislación secreta” –en la que se
incluyen normas, regulaciones e interpretaciones de leyes existentes,
todo ello debidamente clasificado– que permanece oculto al público y, en
algunos casos, hasta a las comisiones de control del Congreso.
En otras palabras, los estadounidenses saben cada día menos de lo que
sus gobernantes hacen en su nombre, tanto en el ámbito nacional como en
el internacional.
Yo podría sugerir a mis padres que solo imaginen que en estos años la
Constitución de Estados Unidos esta en un proceso de permanente
reescritura y enmienda realizado con total secretismo y entre
bambalinas, con poco más que un gesto de cabeza a “Nosotros, el
Pueblo”*. De este modo, al mismo tiempo que nuestras elecciones se
transforman en un elaborado espectáculo, la democracia ha sido vaciada
de contenido y desechada en todo salvo el nombre; ese nombre es –no cabe
ninguna duda– Donald Trump.
Considerad esta nota, entonces, una versión abreviada de cómo
describiría yo a mis asombrados padres este nuevo mundo estadounidense.
Estados Unidos, un estado de la seguridad nacional
De nada de esto es responsable Donald Trump. En los años en que el
nuevo sistema estadounidense se estaba desarrollando, él estaba echando
gente en la televisión. Por supuesto, podéis verle como el muchacho de
un cartel en el que se muestra un Estados Unidos donde el espectáculo,
los famosos, la clase dorada del 1 por ciento y el estado de la
seguridad nacional se combinan en un bebedizo narcisista y
autorreferencial de extraordinaria toxicidad.
Ya sea que Hillary Clinton sea electa presidente o que el
electo sea Donald Trump, hay una cosa incuestionable: la vasta
construcción que es el estado de la seguridad nacional, con su 17
agencias de inteligencia y unas formidables fuerzas armadas imperiales,
continuará creciendo y expandiendo su poderío en nuestro mundo
estadounidense. Ambos candidatos han jurado volcar todavía más dinero en
esas fuerzas armadas y el aparato de espionaje y Seguridad Interior que
les acompañan. Por supuesto, nada de esto tiene algo que ver con la
democracia en Estados Unidos tal como una vez fue imaginada.
Tal vez algún día, al igual que mis padres, “yo” sea llamado del más
allá por alguno de mis hijos para ver con espanto y horror el mundo de
esos días. Mucho tiempo después de que una inimaginable presidencia de
Donald Trump o de que un mucho menos imaginable mandato de Hillary
Clinton sean un párrafo de un maldito y a medias olvidado capítulo de
nuestra historia, yo me pregunto si en ese momento eso “me” sorprendería
o “me” desconcertaría. En 2045, ¿con qué país y con qué planeta “me”
enfrentaría?
* We the People son las palabras con que comienza la Constitución de
Estados Unidos, que desde 1789 es la ley suprema de esta nación. (N. del
T.)
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de
The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End
of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y
es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow
Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a
Single-Superpower World.
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
(Fuente: CounterPunch)
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