La Jornada
El presidente estadunidense, Donald Trump, confirmó ayer su determinación de trasladar a Jerusalén la representación diplomática de Washington en Israel, a contrapelo de los señalamientos de estadistas y líderes del mundo sobre los peligros que conlleva semejante medida. Hasta el rey saudiárabe, Salmán bin Abdulaziz, gobernante del principal aliado histórico de Estados Unidos en la región, advirtió que esa mudanza podría desatar la cólera de los musulmanes en todo el mundo, en tanto que el turco Recep Tayyip Erdogan, presidente de otro régimen amigo de Washington, le dijo al republicano que el estatuto de Jerusalén es una línea roja para los musulmanes, y amagó con romper las relaciones diplomáticas de Ankara con Tel Aviv. Por su parte, el secretario general de la Liga Árabe, Ahmed Abul Gheit, recalcó que el gesto de la Casa Blanca tendría consecuencias negativas para la situación de Palestina y para la región árabe e islámica. Por descontado, todas las instituciones y facciones palestinas, que representan a la parte más directamente agraviada por la medida, expresaron su repudio a lo que sería un reconocimiento oficial de Estados Unidos al reclamo unilateral israelí de Jerusalén como su capital.
Debe recordarse que en 1947 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) determinó, en el contexto de la separación artificial del hasta entonces mandato británico de Palestina, la conformación de dos estados, uno palestino y otro judío, y un estatuto de corpus separatum para Jerusalén, que sería administrada por la propia ONU. Esa división provocó la primera guerra entre árabes e israelíes y ésta se saldó con el armisticio de 1949, que dejaba la porción occidental de la urbe (84 por ciento de su territorio) en manos de Israel y la oriental bajo control de Jordania; pese a ello, la ONU reafirmó el estatuto internacional de la ciudad. En 1967 el régimen israelí invadió Jerusalén Este, Cisjordania y Gaza, y de inmediato se anexó decenas de pueblos palestinos aledaños, destruyó barrios árabes y dio a sus habitantes tres horas de plazo para que salieran de sus viviendas antes de que fueran demolidas. En años posteriores prohibió la residencia a los no judíos en extensas zonas de la ciudad y emprendió una política de limpieza étnica (como lo han documentado diversos investigadores y académicos, entre ellos Ilán Pappé) que se mantiene hasta la fecha.
La comunidad internacional en su conjunto se ha negado en forma sostenida a reconocer la pretensión del gobierno israelí de considerar a Jerusalén como su capital eterna e indivisible y en agosto de 1980 el Consejo de Seguridad de la ONU decretó, mediante la Resolución 478, la nulidad de semejante pretensión y exhortó a sus integrantes que situaran sus representaciones diplomáticas en Tel Aviv. La excepción fue Estados Unidos, cuyo Congreso aprobó en 1995 el reconocimiento de la capitalidad israelí en Jerusalén, lo que derivó en controversias institucionales que han imposibilitado hasta ahora el traslado de la sede diplomática de Washington a territorio jerosolimitano.
La razón para negar el reconocimiento a la pretensión israelí es simple: la anexión de Jerusalén fue un acto de fuerza que conllevó actos de desplazamiento forzado de población, despojo, violencia y barbarie. Cualquier país que sitúe su embajada ante el gobierno de Israel en esa ciudad legitima, en consecuencia, tales métodos, y lesiona, con ello, los principios básicos de la legislación internacional. Así pues, el anuncio de Trump constituye un ataque frontal en contra de las normas elementales de convivencia, representa una irresponsable y torpe ofensa para palestinos, árabes y musulmanes, y se traduce en un nuevo atropello a las causas de la paz, la estabilidad y la vigencia del derecho en el mundo.
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