Claudio Lomnitz
No ha faltado quien reciba al movimiento social que hoy campea en Brasil con aquello que los alemanes llaman shadenfreude, alegría
por las penas del otro: ¿no que en Brasil todo iba tan bien? (Pregunta
retórica, que usualmente da pie a una diatriba acerca de cómo el modelo
de crecimiento económico de aquel país se agotó, de cuánto se
exageraron los logros brasileños, etcétera.)
Pero independientemente de los problemas –muy reales– de Brasil, el
Movimiento Pase Libre marca el surgimiento de un nuevo horizonte
político, basado, en lo fundamental, en el reclamo por un piso básico y
común de bienestar ciudadano, un bienestar común por el solo hecho de
ser ciudadano.
Además –y es un asunto notable– el movimiento es también una
rebelión contra el pan y circo que ha caracterizado la política pública
de los gobiernos de casi todo el mundo. La población del Brasil ha
tenido la creatividad y el coraje para levantarse contra la celebración
apoteósica de un deporte que ellos, quizá más que nadie en el mundo,
han contribuido a crear. Pero a pesar del fanatismo futbolero de la
nación brasileña, el asco se comprende.
Según la prensa financiera, Brasil gastará cerca 35 mil millones de
dólares, entre el Mundial de Futbol y los Juegos Olímpicos. Hubo alguna
vez un tiempo en que los jugadores de futbol vestían camisetas con las
insignas de sus equipos, y ya. Hoy, los jugadores son un verdadero
caleidoscopio de anuncios. Una
chilenapasada en cámara lenta es como una ensalada de marcas girando en una licuadora.
Un jugador estrella como Neymar ganó 22.5 millones de euros el año
pasado, de los cuales casi 70 por ciento venía por contratos por
publicidad y anuncios. Algunos jugadores, como Messi, están siendo
investigados por evasiones fiscales millonarias. Otros, como Cristiano
Ronaldo, endosan compañías como Herbalife, que está en estos momentos
siendo investigada en Estados Unidos por posible estafa piramidal. Lo
cierto es que los jugadores no tienen mayor forma de saber si los
productos que anuncian son buenos o malos, y poco importa (¡son
tantos!). Lo que sí importa es que paguen sumas millonarias. A cambio
de eso, aparecerá el jugador comiendo yogures, tomando brebajes,
calzando zapatillas, o portando tarjetas de crédito. Siempre sonriendo,
claro.
La inversión millonaria en obras faraónicas como las del mundial o
las olimpiadas siempre se venden al público que las va a pagar con un
artículo de fe bastante parecido a la doctrina económica de Ronald
Reagan –el famoso trickle down economics o
economía de goteo, que suponía que el ofrecimiento de incentivos fiscales o de inversión pública para los grandes capitales atraería inversiones que acabarían por beneficiar a todos–, es decir que la política favorable a las grandes corporaciones
salpicaríade beneficios a todos. Pero, al igual que la doctrina Reagan, las inversiones en olimpiadas y mundiales conllevan enormes desigualdades: la ciudadanía de Brasil debe pagar 35 mil millones de dólares para que Neymar siga cobrando sus 22 millones de euros al año, para que las corporaciones hagan su publicidad, y para que los habitantes de Río sigan viviendo como viven.
Los reclamos del Movimiento Pase Libre se emparentan con los partidos llamados
piratasdel norte de Europa, en el sentido de que buscan crear o fortalecer los espacios públicos, de bien común, abiertos a toda la población: el transporte urbano debe ser gratis y de buena calidad, el Internet y el acceso a la comunicación debe ser gratuito, la escuela debe ser gratuita y de buena calidad…
Hay quien dice que se trata en ambos casos de reclamos populistas,
que quebrarían a cualquier Estado. Puede ser. Pero habría que echar
números, y abrir la discusión pública. Porque hasta ahora, los
subsidios favorecen desproporcionadamente a sectores minoritarios, y
nunca se cuestiona si los gastos son o no
populistaso sustentables. (¿Tiene Brasil con qué pagar 35 mil millones?)
Por ejemplo, en la ciudad de Sao Paulo circulan 5 millones de coches
diarios. Las calles están atascadas, y toda la población gasta horas
diarias en transporte. Pero sólo 20 por ciento de la población tiene
coche. ¿Cuánto cuesta en dineros públicos pagar las vías para todos
esos coches? ¿Cuánto en horas de trabajo improductivas? No lo sabemos.
Pero sí sabemos que nadie dice que pagar una ciudad echa para 20 por
ciento sea una medida
populistao
impagable. El reclamo de transporte gratuito se tendría que discutir con las cuentas de los gastos en pro del coche en la mano, y el subsidio gubernamental tendría que ser para la mayoría –los usuarios de transporte público– simplemente por el hecho de que son mayoría.
En esto el Movimiento Pase Libre lleva una enorme delantera a nivel
imaginación económica respecto de la línea tradicional del PT. Hay que
recordar que Lula fue obrero de la industria automotriz, y el romance
proletario con el automóvil estaba muy en la base de la idea de
progreso apoyada por ese partido. El Movimiento Pase Libre está
reclamando, y de inmediato, otra cosa: basta de inversiones faraónicas
hechas con la idea de que a largo plazo, todos estarán mejor. Hay que
invertir las prioridades del Estado: garantizar primero un piso de
bienestar general y fortalecer los espacios comunes y libres para la
convivencia, las calles, los parques, el Internet. Eso tendría un
efecto de goteopara toda la economía, pero con base en un sistema de riego menos radicalmente desigual
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