La
muerte del dictador argentino Jorge Rafael Videla y el enjuiciamiento
fallido de otro, el guatemalteco Efraín Ríos Montt, nos retrotraen a
una de las etapas más negras de la historia de América Latina: la
guerra contra la subversión, el socialismo-marxista y el comunismo.
Para llevarla a cabo se fortaleció la alianza cívico-militar entre las
clases dominantes y las fuerzas armadas, convirtiendo a la institución
castrense en el partido político de la burguesía. Ya no se trataba
simplemente de reponer a las viejas oligarquías en el sillón
presidencial. Se buscaba asegurar el proceso de acumulación de capital
dentro de una nueva versión del capitalismo trasnacional, cuya esencia
suponía desarticular los partidos políticos de izquierda, los
sindicatos de clase, los movimientos sociales y también a las
burguesías de corte nacionalistas.
Quienes pensaron en esta perspectiva
tenían claro que se trataba de inducir una revolución para refundar el
orden político. Era obligado soltar lastre, deshacerse del sobrepeso
contenido en el discurso seudodemocrático de las burguesías
desarrollistas de corte keynesiano y, sobre todo, quebrar la
ciudadanía, fomentando la despolitización y persiguiendo a militantes,
sindicatos de clase e intelectuales de la izquierda política y social.
En esta guerra se declararon ilegales las formaciones políticas de
ideario marxista y socialista. De esta forma se profundizó el combate
hasta el exterminio, si era posible, o en su defecto hasta conseguir
una derrota total de todo cuanto oliese a socialismo. La doctrina de la
seguridad nacional sirvió de anclaje y la geopolítica del fascismo
dependiente le facilitó el encuadre teórico.
El Estado, cuerpo
vivo, se encontraba amenazado por fuerzas que buscaban su destrucción
bajo la égida de una ideología, el marxismo y el comunismo, cuyo
objetivo era esclavizar a los pueblos y convertir los estados
latinoamericanos en satélites de la Unión Soviética. Identificado el
problema, se procedió a depurar el cuerpo social de sus
enemigos internos. Gustavo Leigh, general de las fuerza aérea chilena, miembro de la junta militar constituida el 11 de septiembre de 1973, fue muy gráfico al señalar el motivo que inspiró el golpe:
Había que extirpar el cáncer marxista de raíz. Y Videla, en Argentina, habló de una acción de
salubridad pública. Así, las fuerzas armadas se transformaron en actores relevantes, ocupando el sitio político que les cedía, de buen grado, una timorata burguesía, que prefería lavarse las manos ante la represión y pasar a un segundo plano, no importándole en absoluto los métodos que se debían utilizar para llevar a cabo la tarea.
Las fuerzas armadas eran la
institución idónea para tal función quirúrgica. Constituyen una
organización jerárquica, tienen el monopolio
legítimode la violencia y gozan de superioridad en las maneras de emplear la fuerza.
La
guerra contra la subversión y el socialismo marxista fue definida como
una guerra global y permanente. El general brasileño Golbery do Couto
Silva, ideólogo de la geopolítica latinoamericana, fue claro al señalar
que
de estrictamente militar, la guerra se ha convertido en una guerra total, una guerra económica, financiera, política, sicológica y científica..., de la guerra total a la guerra global y de la guerra global a la guerra indivisible, y, por qué no reconocerlo, a la guerra permanente.
Sin embargo, las fuerzas armadas no actuaron por
decisión propia. Fueron avaladas por los partidos conservadores,
liberales y democristianos. No se sublevaron contra el poder civil en
abstracto, lo hicieron contra los gobiernos populares que afectaban los
intereses de las burguesías, las multinacionales y el imperialismo.
Bajo su paraguas impusieron el orden neoliberal. Pinochet, será
explícito:
No hay plazos, hay metas. Todos los ministros de Economía, Hacienda, Trabajo o Justicia fueron civiles. Ellos manejaban los hilos de las transformaciones económicas, las reformas constitucionales y las políticas de ajustes.
No es posible
entender el actual orden político neoliberal sin desentrañar el papel
que cupo a los civiles en la elaboración del nuevo orden neoligárquico.
La labor de
limpieza política, genocidio y exterminio contó con su inestimable colaboración. Videla no se ruborizó al señalar que el asesinato de miles de ciudadanos argentinos, a manos de los servicios de inteligencia y las fuerzas armadas, fue confeccionado por empresarios, ejecutivos, profesores universitarios, jueces, dirigentes sindicales y funcionarios adscritos a la derecha peronista y las organizaciones anticomunistas. Durante la transición, los civiles tomaron distancia y se alejaron de los militares. Videla captó su alejamiento al señalar cómo “los empresarios se lavaron las manos. Nos dijeron: ‘hagan lo que tengan que hacer’, y luego nos dieron con todo. Cuantas veces me dijeron: ‘se quedaron cortos, tenían que haber matado a mil, a 10 mil más’”.
Los conspiradores civiles, entre otros la
Iglesia católica, cuyos sacerdotes actuaban en la sesiones de tortura
buscando confesiones y los empresarios de medios de comunicación que
ensalzaban las razias cubrían los hallazgos de los cuerpos torturados,
negando su existencia o los trasformaban en delincuentes comunes. En
Chile, salvo excepciones, no hay civiles detenidos o encausados. Me
refiero a ex ministros y altos cargos que durante la dictadura
estuvieron vinculados con los crímenes de lesa humanidad y a la
represión. La ministra de Justicia Mónica Madariaga declaró, en una
especie de mea culpa,
haber vivido en una burbuja y no haberse enterado de la violación de los derechos humanos. Igualmente, el primer portavoz de la junta militar, Federico Willoughby, coautor del libro blanco de la junta militar que justificó la matanza de miles de chilenos bajo un supuesto plan Z elaborado por la Unidad Popular para instaurar una dictadura comunista, lo encontramos, años más tarde, en las listas como candidato en la concertación, junto a los socialistas. Willoughby será reciclado por el presidente Aylwin como asesor de imagen. Todo un despropósito que deja a las claras la impunidad de quienes participaron en las tramas civiles de los golpes de Estado.
Y qué decir de aquellos países donde
sin recurrir a la técnica del golpe de Estado, como México, Venezuela y
Colombia, sus fuerzas armadas se cebaban contra la población campesina
en la guerra contrainsurgente. En Centroamérica, el genocidio se
convirtió en práctica habitual en Honduras, Guatemala o El salvador.
Efraín Ríos no fue el primero ni el último en cometer genocidio en el
país centroamericano. Sólo su saña, tanto como el silencio de sus
aliados civiles, marca la diferencia. Fueron miles las personas que
sufrieron la saña de militares y fuerzas paramilitares. Les cortaban
las orejas, les quitaban los dientes, los mutilaban con una crueldad
enfermiza y luego podían darse el lujo de jugar futbol con las cabezas,
obligando a los sobrevivientes a presenciarlo. Guatemala es un caso de
extrema violencia y de genocidio amparado por la trama civil. El mejor
ejemplo es que sus fuerzas armadas siguen intactas. Al dejar sin efecto
la condena por genocidio a Efraín Ríos, el poder político y el poder
judicial mandan un claro mensaje: no van a permitir ningún juicio que
ponga en cuestión su papel durante la guerra contra el
socialismo-marxista y la subversión. Civiles y militares marcharon
juntos. En eso no se diferencian de ningún otro país de América Latina.
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