Carolina Escobar Sarti
Uno de los extremos de la gran paradoja es la felicidad que se nos vende en paquetes de diverso tamaño y valor. El otro es una cultura de dolor y muerte, representada en su símbolo por excelencia: el cuerpo de Jesucristo crucificado. En el artículo Dolor hasta el extremo, de Ángela Ávalos, publicado en la Revista Dominical de La Nación de Costa Rica (1/4/2012), es posible recorrer (no sin que el cuerpo padezca escalofríos), el sufrimiento de Jesús en sus últimos días. Su sudar sangre en el Huerto de los Olivos no es una metáfora,
sino algo que en medicina se llama hematidrosis y se da cuando hay ansiedad severa y sufrimiento psicológico extremo. En su camino al Gólgota, Jesús se encontraba en condición hipovolémica, un estado de shock que impide al corazón bombear suficiente sangre y produce desmayos; los riñones dejaron de funcionar y padeció sed extrema. Más tarde, los 39 latigazos que recibió dejaron su espina dorsal expuesta, así como algunos tendones, venas y músculos. Al ser clavado en la cruz, los clavos atravesaron el nervio mediano de las muñecas y los nervios de los pies, provocando dolores extremos. Ya crucificado, murió lentamente asfixiado mientras sus hombros se dislocaron y sus brazos se estiraron hasta 15 cm., más del máximo posible. El dolor fue tan insoportable que se creó una nueva palabra para describirlo: “excruciante”.
Dos ideas muy simples: nunca antes habíamos sabido científicamente tanto de un cuerpo torturado, y me sigue asustando la capacidad de torturar o gozar la tortura que algunos poseen. Una tercera: nunca antes habíamos sido tan indiferentes a los millones de cuerpos torturados de maneras diversas en el mundo de hoy. Los cuerpos hambrientos, masacrados, violados o esclavizados, entre otros, ya no conmueven de tan “normales”. En medio de todo, el símbolo que permite alcanzar la salvación sigue siendo el cuerpo crucificado de Jesús. No exagero; hace dos días, en el mismo periódico, el arzobispo de Costa Rica, monseñor Hugo Barrantes, hizo un llamado a “descubrir el crimen que nos llevó a la salvación”.
“La idea es interiorizar y descubrir que esa historia es un crimen, (…) él aceptó esa injusticia por nuestra salvación. En esa historia estamos involucrados todos”, dijo él a la prensa. El Jesús de la biblia resucita, pero eso implica, para los simples mortales, una vida de sufrimiento y la obtención de la gloria solo después de la propia muerte. Todo como parte de la creencia medieval de que cuerpo y alma son entidades separadas.
La cultura de la muerte, cifrada en el dolor como única vía de salvación, no es la que yo quisiera que niños y niñas aprehendieran. Yo no quisiera ser salvada por ningún crimen horroroso de otro ser humano, sino por las vidas dignas de más personas, expresadas en sus cuerpos. Cierto que queda, para quienes así creen, el consuelo de la otra vida o el Jesús vivo. Pero, sin dejar de conmoverme por lo sucedido a tantos jesuses y jesusas a lo largo de la historia, recuerdo aquella fábula de Monterroso sobre la Oveja Negra, cuando habla del tremendo castigo que esta recibe por salirse del redil; es torturada hasta la muerte y luego convertida en monumento, como figura de referencia. Mejor será escribir nuevas fábulas para la vida, que no pongan el dolor y la muerte en su centro
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