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miércoles, 21 de noviembre de 2018

El canciller de Bolsonaro y el próximo rol geopolítico de Brasil



Como suele suceder en otros presidencialismos latinoamericanos, durante el período que va desde que se consagran en las urnas los presidentes hasta el momento en que asumen el cargo va apareciendo la característica que tendrá el futuro Gobierno. Para el caso brasileño, sucedió con Fernando Collor de Mello, con Fernando Henrique Cardoso, con Lula Da Silva y con Dilma Rousseff. En los meses de transición de cada uno de ellos, un determinado perfil se fue presentando en sociedad, de mayores o menores rupturas respecto del Gobierno anterior y con conciliaciones variables frente a la coalición electoral que lo apoyó. 

Así, por ejemplo, fue durante los últimos meses del 2002, en la transición al primer Gobierno de Lula, que se presentó el Programa Fome Zero –paso inicial para lo que luego resultaría en el Programa Bolsa Familia- que despertó diferentes apoyos en la sociedad civil e hizo girar en torno del (futuro) presidente a buena parte de la opinión pública, incluso la que no lo había votado. Aquellos fueron meses preparativos y fundacionales, con un carácter rupturista respecto de los criterios de legitimidad de la autoridad presidencial, indicativo de la orientación de muchas transformaciones de signo popular que vendrían los años siguientes. Por el contrario, los ‘períodos de transición’ de Cardoso fueron bastante menos entusiastas: estuvieron signados, sobre todo tras la elección de 1998, por las intrigas ministeriales, los repartos de cargos, los compromisos políticos y los equilibrios parlamentarios, efecto de ese ‘presidencialismo de coalición’ que juntaría los elementos por la supervivencia en el poder. 

La última de estas ‘transiciones’, tras la victoria de Dilma Rousseff en su reelección en octubre del 2014, tampoco será recordada como un momento demasiado emotivo ni auspicioso como expectativa ante un nuevo mandato: buena parte de las informaciones, comentarios y prospectivas de finales de ese año giraron alrededor de la llegada de Joaquim Levy al Ministerio de Economía, con todo lo que eso significaba, en tanto retroceso –ideológico, pero también por los sectores económicos representados en su figura- respecto de la orientación política de un Gobierno del Partido dos Trabalhadores. 

Comparativamente, estos meses de transición de Bolsonaro han expuesto la singularidad de su candidatura, confirmando la regresión antidemocrática que supone. A cada nueva información respecto de lo que serán las líneas de gestión venideras, los diseños federativos, la carpeta de agenda política para los primeros 100 días, y cada nombre nuevo que se va sumando al abanico del gabinete, va confirmando el mismo punto: la victoria de Jair Bolsonaro ya es una regresión en términos de construcción de una institucionalidad democrática y, en ese sentido, un retroceso en la línea del tiempo. 

Más allá de que en estas semanas de transición los medios de comunicación también se han ocupado de las (supuestas) fricciones que podrían llegar a ocurrir en el gabinete, lo único cierto es que cada vez van quedando más evidentes los tres elementos básicos del gobierno que empieza el 1 de enero del 2019: militares a cargo del Estado, convicción neoliberal de programa y alineamiento sin desviaciones con el comando internacional estadounidense. 
Araujo y el Palacio de Itamaraty 

Por varios motivos, Itamaraty –sede del Ministerio de Relaciones Exteriores- no es simplemente un ministerio más. De forma distintiva a otras cancillerías latinoamericanas, una singular profesionalización de sus funcionarios (más una internalización reflexionada del rol global de Brasil) a lo largo del tiempo ha generado una estructura burocrática –’la diplomacia brasileña’- que, ni de forma lineal y tampoco siempre de manera acumulativa, ha hecho su aporte como órgano del Estado a la instalación y proyección internacional del país. En este punto, fue más que clara la ‘preparación del terreno’ que supuso el Gobierno del Michel Temer respecto de lo que sería la llegada de Jair Bolsonaro: sus dos Cancilleres del Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB) –José Serra y Aloysio Nunes Ferreira- fueron ejemplares ‘momentos de aproximación’ para lo que terminará de consagrarse una vez que Ernesto Araujo asuma el cargo de canciller en el próximo Gobierno: alineamiento con los intereses estadounidenses[1]

No es casualidad, entonces, que Jair Bolsonaro haya elegido a Ernesto Araujo –hasta hoy director del Departamento de Estados Unidos, Canada y Asuntos Latinoamericanos-, un funcionario de no tan alto rango como para ser ministro, sin experiencia en el exterior, pero con una virtud (por lo menos para la visión del próximo presidente) manifiesta desde hace unos años, cuando un texto emblemático de Araujo comenzó a circular internamente por Itamaraty: es declaradamente seguidor de Donald Trump, y de perspectivas afines[2]. Al igual que Trump y Bolsonaro, Araujo tiene visiones tan asombrosas como alarmantes: “Brasil debe liberarse de su ideología globalista” “Globalismo es la globalización económica que pasó a ser piloteada por el marxismo cultural”[3]. Y continúa: “la fe en Cristo significa hoy luchar contra el globalismo cuyo último objetivo es romper la conexión entre Dios y el hombre. Eso torna irrelevante a Dios y convierte al hombre en esclavo”. Araujo también refuerza el antiizqueirdismo exarcerbado que tendrá como orientación su propia gestión: “la lucha por la democracia, contra la reemergencia del bolivarianismo en América Latina, el sistema de implantación del socialismo del siglo XXI”, tratando de contraponerse a “una China maoísta que dominará el mundo”; contra “ese proceso de ideología de la inmigración ilimitada” o bien “el dogma del cambio climático impulsado por la izquierda”. 

Lo curioso es que este tipo de posiciones “antiideológicas” o “antibolivarianas” no hacen más que ir contra los propios intereses de la población brasileña. En el medio de este clima retórico, el próximo presidente ha anunciado la desactivación del Programa Mais Medicos (impulsado por el Gobierno de Dilma), un programa de permanencia de médicos cubanos (actualmente son más de 8.000, 60% de ellos, mujeres) que llega a 2.885 municipios de todo el país. En 700 de esos municipios, por primera vez hubo algún tipo de atención médica precisamente por esos médicos. Esa parece ser la tónica de los próximos años: un Gobierno contra su sociedad. 



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