Le Grand Soir
Traducido del francés para Rebelión por Caty R. |
Que
los niños yemeníes mueran de hambre por millares, que los palestinos
caigan bajo las balas del ocupante, que siria sea un campo de ruinas y
Libia esté inmersa en el caos, apenas nos conmueve. ¿Hay
manifestaciones, huelgas o protestas? No realmente. Ni manifestaciones
significativas ni debates dignos de ese nombre. El crimen neocolonial se
digiere sin dificultad. Pero si sufriéramos lo que nuestros gobiernos
infligen a pueblos que no nos han hecho nada, ¿qué diríamos? ¿Si una
alianza criminal nos condenase a morir de hambre o de cólera, como en
Yemen? ¿Si un ejército ocupante matase a nuestra juventud porque se
atreve a protestar, como en Palestina? ¿Si las potencias extranjeras
armasen a las milicias para destruir nuestra república, como en Siria?
¿Si una coalición extranjera hubiera bombardeado nuestras ciudades y
asesinado a nuestros dirigentes, como en Libia?
La tendencia de los países supuestamente civilizados de echar un púdico
velo sobre sus propias infamias no es nueva. Con su «limpieza» la
democracia occidental ve más fácilmente la paja en el ojo del vecino que
la viga en el propio. De derecha, de izquierda o de centro, vive en un
mundo ideal, un universo feliz donde siempre tiene la conciencia de su
parte. Sarkozy destruyó Libia, Hollande Siria, Macron Yemen, pero nunca
habrá un tribunal internacional que los juzgue. Según el criterio de
nuestra bella democracia esas masacres solo son naderías. Un desliz
pasajero, si no queda más remedio, pero la intención era buena. ¿Cómo
van a querer las democracias otra cosa que el bienestar para todos?
Sobre todo destinado al elector medio, el discurso oficial de los
occidentales traduce siempre la garantía inamovible de pertenecer al
campo del bien. ¿Ustedes sufren opresión, dictadura, oscurantismo? No se
preocupen, ¡les enviaremos a los bombarderos!
Sucede sin embargo que en el giro de una frase, en el secreto de las
negociaciones internacionales, subrepticiamente se levanta una esquina
del velo. Asistimos entonces a una forma de reconocimiento y un
mercachifle confiesa el crimen esbozando una sonrisa burlona. En 2013
cuando Francia intervino en el Sahel, el ministro de Asuntos Exteriores
Laurent Fabius llamó a su homólogo ruso para conseguir el apoyo de Rusia
en la ONU. Lavrov se sorprendió entonces de esa iniciativa francesa
contra los yihadistas que París había apoyado durante la intervención en
Libia, en 2011: «¡Es la vida!» le contestó el ministro francés.
¿Sembrar el terror para abatir un Estado soberano? «Es la vida», pero
que no se preocupe ese criminal, ningún tribunal le pedirá cuentas. La
Corte Penal Internacional (CPI) es un tribunal para los indígenas, está
reservado a los africanos. Las personas como Fabius poseen el arte de
esquivarlo.
Empapados de un discurso que les dice
que su país siempre está en el lado bueno, los franceses parecen estar a
años luz del caos que contribuyen a crear sus dirigentes. Los problemas
del mundo solo les afectan cuando las hordas de miserables se presentan
en sus puertas. Y son numerosos los que deciden dar su voto –como
muchos otros europeos- a quienes les prometen librarlos de esa invasión.
Por supuesto esa defensa de la «casa propia» debería ir acompañada,
lógicamente, del rechazo a la injerencia en la casa de los demás. ¿Qué
clase de democracia autorizaría al fuerte a inmiscuirse en los asuntos
de los débiles? Pero la experiencia demuestra que esos «patriotas»
raramente se encuentran a la cabeza de la lucha por la independencia
nacional fuera del mundo presuntamente civilizado. ¿Qué partidos de
derecha europeos, por ejemplo, apoyan el derecho de los palestinos a la
autodeterminación? Es obvio que no se apresuran a honrar sus propios
principios.
Pero eso no es todo. Podemos incluso
preguntarnos si esos presuntos patriotas lo son realmente con ellos
mismos, ¿cuántos de ellos son favorables a la salida de sus países de la
OTAN, esa máquina de reclutar naciones europeas? Como a la pregunta
anterior, la respuesta está clara: ninguno. Esos «nacionalistas» juzgan a
la Unión Europea por su política migratoria, pero solo es un trozo de
su repertorio patriótico, un auténtico disco rayado de acentos
monocordes. Sacan músculo frente a los emigrantes pero no son tan
viriles frente a Estados Unidos, los bancos y las multinacionales. Si se
tomasen su soberanía en serio se preguntarían por su pertenencia al
«campo occidental» y al «mundo libre». Pero eso es mucho preguntarse.
En esta incoherencia generalizada Francia es un caso de manual. Una
derecha determinada -extrema derecha más bien- critica con mucho gusto
las intervenciones en el extranjero, pero de forma selectiva. El Frente
Nacional, por ejemplo, denuncia la injerencia francesa en Siria, pero
aprueba la represión israelí contra los palestinos. ¿El derecho de los
pueblos al autogobierno es diferente de unos a otros? De hecho ese
partido hace exactamente lo mismo que una presunta izquierda que apoya a
los palestinos –de boquilla- y aprueba la intervención occidental
contra Damasco, señalando incluso que no hacemos lo suficiente y
deberíamos bombardear ese país más duramente. El drama es que esas dos
incoherencias gemelas –y contrarias- ciegan al pueblo francés.
Comprobamos esta ceguera al ver que mientras los izquierdistas desean
el derrocamiento de un Estado laico por los mercenarios de la CIA (en
nombre de la democracia y los derechos humanos) los nacionalistas apoyan
la ocupación y la represión sionista en Palestina (en nombre de la
lucha contra el terrorismo y el islamismo radical).
Es verdad que ese cruce entre pseudopatriotas y pseudoprogresistas
tiene también una dimensión histórica. A su manera acarrea la herencia
envenenada de los tiempos coloniales. Así la derecha nacionalista
critica el neocolonialismo occidental en Siria pero encuentra
insoportable que se recuerden los crímenes coloniales perpetrados por
Francia en el pasado en Indochina, Argelia o Madagascar. Se supone que
no es voluntario, pero la izquierda contemporánea –en nombre de los
derechos humanos- hace exactamente lo contrario: juzga al viejo
colonialismo, como el de la «Argelia francesa», pero aprueba la
intervención neocolonial en Siria contra un Estado soberano que arrebató
su independencia al ocupante francés en 1946. En resumen, la derecha
ama locamente el colonialismo pasado y la izquierda ama localmente el
colonialismo presente. Se riza el rizo y en definitiva todo el mundo
está de acuerdo. Víctima: la lucidez colectiva.
Francia es uno de los pocos países donde un colonialismo esconde otro,
el viejo, el que hunde sus raíces en la ideología pseudocivilizadora del
hombre blanco, se encuentran como regenerado por la sangre nueva del
«belicismo del derecho humanista». Ese colonialismo, a su vez, es un
poco como el antiguo colonialismo « puesto al alcance de los caniches», parafraseando a
Céline. Quiere hacernos llorar antes de lanzar los misiles. En todo
caso, la connivencia implícita entre los colonialistas de todos los
pelajes –los viejos y los jóvenes, los antiguos y los nuevos- es una de
las razones de la errancia francesa en la escena internacional desde que
rompió con una doble tradición, gaullista y comunista, que a menudo le
ha permitido –no sin extravíos- barrer su casa: la primera por
convicción anticolonialista, la segunda por inteligencia política. Sin
duda llegará un día que se dirá, resumiendo, que si Francia sembró el
caos en Libia, en Siria y en Yemen, en el fondo, fue para «compartir su
cultura», como afirmó François Fillon respecto a la colonización
francesa de los siglos pasados. En el «país de los derechos humanos»
todo es posible, incluso el autoengaño.
Bruno
Guigue, antiguo alumno de la École Normale Supérieure y de la ENA, alto
funcionario de Estado de Francia, escritor y politólogo, profesor de
filosofía de educación secundaria, encargado de cursos en relaciones
internacionales en la Universidad de La Reunión. Es autor de cinco
libros, entre ellos Aux origines du conflit israélo-arabe, L'invisible remords de l'Occident, y de cientos de artículos.
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