Es evidente que el
nuevo presidente de Brasil surgió del golpe institucional contra Dilma.
Hubo una gran manipulación electoral para impedir la victoria del PT,
que terminó arrollando a los viejos partidos de la derecha. Acallaron a
Lula, pero demolieron también a las formaciones conservadoras
tradicionales. La llegada del inesperado capitán a la primera
magistratura genera múltiples incógnitas.
¿CÓMO GOBERNARÁ?
El ejército, la justicia y los medios de comunicación aportaron los
tres cimientos del golpe, que ahora se utilizan para sostener al
insólito personaje que presidirá el país.
Las fuerzas armadas
han capturado posiciones claves en la estructura estatal desde la
militarización de las favelas. Temer colocó bajo su mando a una nueva
agencia de seguridad que reúne a todas las reparticiones del sector.
El protagonismo militar se extiende a los 70 candidatos de ese origen
que ingresaron a las legislaturas y a los gobernadores del mismo palo.
La tutela del ejército se vislumbra en la vicepresidencia y en el
quinteto de generales que ocupará los cargos más estratégicos.
La gravitación del segundo pilar -el poder judicial- se ha
transparentado con el superministerio asignado a Moro. El responsable de
la proscripción de Lula fue premiado con un puesto de altísima
jerarquía. Esa designación desnuda la farsa que montó sin pruebas, con
burdos testimonios de delatores y con cargos perdonados a los políticos
de otro signo.
Finalmente también los medios de comunicación
acrecentaron su influencia por su labor de blanqueo de Bolsonaro. El
diputado que integró durante 20 años la bancada más corrupta del
Parlamento (PP) fue presentado como un individuo inmaculado. También se
silenciaron las coimas cobradas por su jefe de campaña. Los medios
tradicionales (O Globo) y la cadena evangelista (Récord) compitieron con las redes, en la creación de los miedos y difusión de las mentiras que apuntalaron el triunfo derechista.
La regresión de Brasil será incalculable si su presidente cumple con
alguno de sus anuncios. Postuló la guerra contra los rojos, la
instalación de la homofobia, el desprecio a los indígenas, la
denigración de los negros, el maltrato de las mujeres y la penalización
de la diversidad sexual. ¿Implementará esa retrógrada agenda o
simplemente devendrá en una figura más de la derecha convencional?
¿QUIÉN SALDRÁ BENEFICIADO?
Bolsonaro no fue la carta inicial de la clase dominante, pero el poder
empresarial lo ha rodeado para asegurar la continuidad de los atropellos
en curso. Se intenta completar el avasallamiento de la legislación
laboral, con la introducción del modelo chileno de privatización de las
pensiones. El ultra-liberal ministro Guesdes prioriza estos ataques,
pero podría suscitar también severos conflictos por arriba.
La
primacía otorgada a los financistas asegura ventajas que afectan la
actividad productiva. Esa obstrucción persiste en la tenue reactivación
que ha sucedido a la histórica caída del PBI de los últimos años.
El bloque ruralista se perfila como otro nítido ganador. Su bloque
parlamentario exigirá el uso irrestricto de armas para consolidar la
apropiación de tierras. Pretende mayores inversiones del estado en la
infraestructura exportadora y demanda la apertura de nuevos mercados.
Esa exigencia socava los acuerdos internacionales concertados por el
polo fabril paulista.
También este sector se ha subido a la
oleada Bolsonaro para debilitar a los sindicatos y achatar los salarios.
Pero no resignará los convenios regionales que forjó en las últimas
décadas. La disputa en curso amenaza especialmente el futuro del
Mercosur. La sugerencia inicial de disolver el acuerdo fue relativizada
por el nuevo oficialismo ante la presión de los industriales. Ese
empresariado necesita mantener a la Argentina como cliente preferencial.
Las privatizaciones constituirán otra esfera de disputa. El
remate de compañías para reducir la deuda pública genera resistencias,
que ya obligaron a desmentir el desguace de Petrobras. Pero como
Bolsonaro adoptó hace muy poco tiempo el credo neoliberal (2017), deberá
convalidar su conversión con prácticas contundentes.
El
capitán carece de una significativa bancada propia y tendrá que negociar
cada medida con el entramado de lobbies de Brasilia. El abultado
presupuesto que recientemente aprobaron jueces y senadores -contrariando
los mensajes oficiales de austeridad- anticipa los conflictos en
puerta. Bolsonaro necesita conseguir primero la subordinación de la
corporación militar, para gestar luego un poder bonapartista sobre el
Congreso. Si falla, quedará a merced del juego parlamentario que tanto
denigró en la campaña electoral.
¿QUÉ LÍMITES IMPONDRÁ LA RESISTENCIA?
El gran contraste entre el discurso y la realidad podría verificarse
rápidamente en la compleja esfera de la seguridad. Bolsonaro prometió
erradicar la criminalidad en una sociedad aterrada por la delincuencia.
El país alberga la tercera población carcelaria del planeta y padeció
63.880 asesinatos el año pasado. La simplificada ilusión de resolver esa
pesadilla con mayor violencia incentivó las apologías del asesinato,
que engrosaron la “bancada de la bala” en el Parlamento.
Esa
demagogia punitiva perderá eficacia en el ejercicio del gobierno. La
criminalización de los excluidos sólo potencia la gravedad de un
problema derivado de la desigualdad y la regresión social. No es la
primera vez que se militarizan las favelas sin ningún resultado y con el
exclusivo propósito de hostigar a la empobrecida población negra.
Lo ocurrido en México ofrece un dramático retrato de las consecuencias
de involucrar al ejército en una guerra contra el delito. Las mafias se
asociaron con los uniformados para pulverizar la autoridad del estado y
provocaron una sangría dantesca (200.000 muertos, 30.000 desaparecidos).
Bolsonaro opone a pobres contra pobres para culpabilizar a los
más vulnerables. Magnifica el resentimiento hacia abajo de los
segmentos medios, disgustados con las tenues mejoras obtenidas por los
sumergidos. Pero el capitán no podrá satisfacer las expectativas de sus
seguidores. Al contrario, su programa de ajuste acentuará todas las
adversidades que afronta la clase media.
No es ningún secreto
que intentará demoler los derechos democráticos. Temer inició esas
agresiones encubriendo el asesinato de Mireille, los tiroteos a las
caravanas de Lula y las amenazas a 141 periodistas. Pero la victoria de
Bolsonaro incentivó acciones más brutales. Un exponente bahiano de la
lucha antirracista fue ultimado, se registraron incendios en los
campamentos del MST y hubo varios ataques a locales del PT. Las
convocatorias a prohibir libros críticos de la dictadura y a instaurar
el creacionismo en las escuelas alentaron el ingreso de matones armados
en la universidad.
La resistencia a esas agresiones será la
batalla primordial de los próximos meses. El gran sustento para encarar
esa lucha son las movilizaciones desarrolladas contra Bolsonaro. No
alcanzaron para impedir su triunfo, pero congregaron multitudes con un
gran protagonismo de las mujeres (“Ele nao”). Esas respuestas definirán
los principales límites del proyecto reaccionario.
¿QUÉ HARÁ FRENTE A CHINA Y VENEZUELA?
Bolsonaro se dispone a ensayar un alineamiento internacional explícito
con Trump. Viajará a Estados Unidos e Israel y sugirió el traslado de la
embajada de su país a Jerusalén. Promueve un sometimiento al
Departamento de Estado muy superior al simple vaciamiento de los BRICS.
Recompondrá los grandes contratos que el Pentágono perdió con sus
competidores de Francia y Suecia y tantea la concesión de una base
militar a los marines.
Pero la jugada más riesgosa es su
viaje a Taiwán para enfriar las relaciones con China. Ya Temer aceptó
las presiones de Washington y suspendió varios proyectos bioceánicos
financiados por Beijing. Pero también permitió a los exportadores
capturar las cuotas de soja perdidas por Estados Unidos en las disputas
con su rival oriental.
El Departamento de Estado está shockeado
por el impresionante avance de su contendiente en América Latina. China
multiplicó por 22 su comercio con la región en los últimos 15 años y
aporta mayores préstamos de inversión que el BID y el Banco Mundial.
La confrontación arancelaria que promueve Trump no ha morigerado esa
expansión. Las importaciones provenientes de Estados Unidos siguen
rezagadas frente a sus equivalentes asiáticas. China le advirtió a
Bolsonaro las consecuencias de cualquier bravuconada. Si termina
restringiendo las compras de productos primarios, la fascinación de los
agro-exportadores con su presidente-gendarme quedará muy dañada.
La agresiva postura hacia Venezuela entraña riesgos de mayor alcance.
El entorno de Bolsonaro ha sugerido subir el tono de las amenazas en
sintonía con los halcones de la OEA. Con el pretexto de un caos
humanitario impulsan operativos de amedrentamiento militar. El gobierno
colombiano juega la misma carta para enterrar los acuerdos de paz.
Pero los últimos dos intentos de golpe contra Maduro (conspiración de
mayo y ataque con drones) fracasaron y la oposición derechista mantiene
su probada impotencia. Por esa razón se han reiniciado negociaciones
para explorar nuevas formas de convivencia.
Una aventura
militar contra Venezuela sería ajena a las tradiciones estratégicas de
Itamaraty. Antes de imponer ese rumbo Bolsonaro debería alterar
drásticamente la lógica geopolítica prevaleciente. Ese curso anularía la
singularidad de una región que ha permanecido ajena a la sangría de
Medio Oriente y África. En un escenario bélico, la caravana de migrantes
centroamericanos que se aproxima a la frontera estadounidense se
transformaría en un aluvión de refugiados.
Para cualquier
proyecto regional Bolsonaro necesita consolidar un eje común con sus
colegas derechistas. La disolución de UNASUR, las victorias electorales
de Duque (Colombia) y Piñera (Chile) o la permanencia de Macri
(Argentina) aportan los cimientos de esa convergencia. Pero la
restauración conservadora no ha estabilizado su primacía.
Por
esa razón son muy prematuras las analogías con el período regional
reaccionario que inauguró el golpe del 64. Una etapa de ese tipo
requeriría la extinción previa de todas las secuelas del ciclo
progresista, que perduran en las relaciones sociales de fuerza de muchos
países. Los dos pilares radicales de la dinámica progresista (Venezuela
y Bolivia) y su retaguardia estratégica (Cuba) no han sido removidos.
Además, el despunte de nuevas fuerzas de centroizquierda contrapesa el
avance de la derecha. El triunfo de Bolsonaro ensombreció pero no anuló
la victoria de López Obrador (México), que desbarató el fraude y
resucitó la presencia popular. Tendencias del mismo signo se observaron
en los resultados logrados por la oposición en Colombia y Chile. El
escenario latinoamericano continúa abierto.
¿IMITARÁ A SUS PARES DEL MUNDO?
Bolsonaro forma parte de un ascenso mundial de la ultra-derecha, que ha
capturado gobiernos (Hungría, Polonia, República Checa) y creciente
influencia en varios países (Italia, Finlandia, Suecia, Francia,
Alemania, Holanda, Israel). Su irrupción inaugura la llegada de esa
oleada a Latinoamérica. La restauración conservadora anticipó esa marea,
pero sin la radicalidad reaccionaria del capitán.
Al igual que
sus pares de Europa y Estados Unidos, la derecha brasileña canaliza el
descontento generado por una degradación económico-social, que el
sistema político no atempera. La frustración con los gobiernos (o
imaginarios) progresistas alimenta esa reacción.
Todas las
vertientes regresivas recurren a los mismos artificios, para auxiliar a
los grandes capitalistas con diatribas contra las franjas más
desprotegidas. Los inmigrantes son las principales víctimas de esa
denigración en Europa. Las mismas potencias que provocan el drama de los
refugiados militarizan el Mediterráneo, para impedir el ingreso de los
despojados al Viejo Continente.
En Estados Unidos, el
suprematismo blanco agrede con la misma contundencia a los latinos y
afro-descendientes. Difunde la ficción de “engrandecer nuevamente a
América” mediante la simple restauración de los valores conservadores.
Para transmitir fantasías parecidas de recreación del bienestar y la
seguridad perdida, Bolsonaro utiliza el chivo expiatorio de la
delincuencia.
Todas las variantes de la ultra-derecha global
comparten el mismo combo de neoliberalismo con xenofobia. Por eso
rechazan la inmigración, pero aceptan la continuada circulación mundial
de los capitales y las mercancías. Son chauvinistas fascinados por el
mercado que reniegan del proteccionismo de sus antecesores.
Con
su mixtura de militares y economistas ultra-liberales, Bolsonaro
encarna una modalidad extrema de esa combinación. Concentra todas las
características de la derecha descarriada, que sustituye a los
exponentes civilizados del mismo palo. La etapa de edulcorada
modernización de las fuerzas reaccionarias tiende a diluirse, para
facilitar la instalación de configuraciones más brutales. Las
mediaciones tradicionales se disuelven en una nueva era de cinismo,
pos-verdad y naturalización de la mentira.
¿ES FASCISTA?
Las declaraciones y actitudes de Bolsonaro desbordan el autoritarismo,
el populismo o el bonapartismo. Pero incluyen rasgos fascistas sólo
potenciales, que no tienen viabilidad inmediata. Un largo trecho separa
el peligro de su concreción. La fascistización es un proceso que
transita por varios estadios. Aunque el capitán propugne esa
degradación, la sociedad no comulga actualmente con semejante
involución.
El fascismo requiere condiciones ausentes en
Brasil. Supone el endiosamiento de una jefatura por fanáticos seguidores
y la sustitución del sistema institucional por un poder totalitario.
Exige censura de prensa, prohibición de partidos y aplastamiento
completo de la oposición. Boslonaro se mueve por ahora en otra órbita.
Es un recién llegado a la "gran política" que actúa en el tejido
institucional. Cuenta con una base social reaccionaria poco dispuesta a
confrontar físicamente con los trabajadores organizados.
El
nuevo presidente promueve una represión mayor, pero bajo el comando de
fuerzas regulares y no paramilitares. El fascismo implica un grado de
violencia muy superior a los parámetros actuales y necesita
organizaciones más verticalistas que las imperantes en el universo
evangélico.
Ese sector militará contra el aborto y el
matrimonio igualitario defendiendo el rol sumiso, servil y procreador de
las mujeres. Pero esos regresivos anhelos se ubican muy lejos del
enloquecido embate que alienta el cristiano-fascismo. Antes de arrasar
la impresionante diversidad cultural de Brasil, Bolsonaro deberá
doblegar una resistencia democrática inmensa.
El fascismo es un concepto genérico que incluye muchas variedades.
La reproducción del modelo clásico de Hitler y Mussolini ni siquiera
está discusión. Correspondía al contexto internacional de entre-guerra,
con potencias involucradas en batallas por la primacía global y la
erradicación del comunismo. Brasil se encuentra totalmente alejado de
ese escenario.
Otros modelos más acotados de fascismo (Franco
en España, Salazar en Portugal) tampoco se amoldan al contexto de
Bolsonaro. El antecedente del pinochetismo es más pertinente. En Chile
hubo totalitarismo, virulencia anticomunista y base social anti-obrera.
Pero esas características sólo completaron el perfil de un régimen
dictatorial clásico. El uribismo contiene esos mismos elementos en la
actualidad, con el agravante de paramilitares en acción y un sostén
social de larga data de la oligarquía. Sin embargo tampoco en Colombia
rige un sistema político fascista.
La ultra-derecha
latinoamericana está condicionada por el status periférico de la región.
Cultiva un fascismo dependiente que comparte la fragilidad de todas las
formaciones políticas de la zona. Por ese limitante Bolsonaro nunca
podría imitar a Trump en sus divergencias con China. Brasil continuaría
sometido a las exigencias de ambos colosos.
El frecuente uso de
aditamentos para caracterizar al fascismo contemporáneo (proto, neo)
confirma las diferencias con el modelo clásico. Esas singularidades no
se restringen al caso brasileño. Todas las vertientes ultra-derechistas
que actualmente agreden a los grupos más humildes propugnan modalidades
del neofascismo social. Y su defensa de la primacía del mercado las
aproxima a un novedoso fascismo neoliberal.
Estas combinaciones
determinan los límites de esas configuraciones. En el laboratorio
europeo los derechistas tienden a dividirse entre alas extremas -que
pierden gravitación- y sectores preeminentes, que se amoldan al
conservadurismo tradicional. Le Pen tomó distancia primero de su padre y
ahora cuestiona los delirios retóricos de Bolsonaro.
La
generalizada adhesión al neoliberalismo obstruye la reproducción del
viejo fascismo. Sus sucesores se coaligan en el Parlamento Europeo
contradiciendo los pilares nacionalistas de esa tradición. Ninguno
propugna la disolución efectiva del euro o la unión comunitaria.
El límite más contundente a un devenir fascista se verifica en Estados
Unidos. Trump nunca convalidó a las vertientes más extremas de su
coalición y afronta ahora un escenario más adverso. Con la economía
reactivada y sin guerras que convulsionen a la opinión pública ha
perdido la Cámara de Representantes y su reelección es dudosa.
Pero lo más llamativo fue el éxito de candidatos con idearios
socialistas y mujeres afro-estadounidenses, indígenas, musulmanas,
latinas o de origen palestino y somalí. En lugar del típico voto castigo
canalizado por el establishment demócrata irrumpió una generación de
líderes progresistas con gran compromiso militante. ¿Este antecedente
anticipa el perfil de rechazo a los derechistas en todo el mundo? ¿Es un
espejo para Bolsonaro?
¿HABRÁ IMPACTO SOBRE ARGENTINA?
Los medios hegemónicos del Cono Sur identifican la elección brasileña
con el “repudio al populismo”. Auguran un efecto dominó que permitirá
“acelerar las reformas”, para competir con el giro pro-mercado del
principal socio del país. Esta sesgada interpretación pretende potenciar
un sentido común favorable al ajuste.
El gobierno complementa
esa utilización con una mayor apuesta represiva. Asocia la oleada
Bolsonaro con la convalidación del apaleo a los manifestantes. Considera
que hay pierda libre para inventar terroristas, crear provocaciones y
diseminar infiltrados.
También el poder judicial acelera el
montaje de causas fraudulentas, para repetir con Cristina el operativo
de encarcelamiento de Lula. Bonadío sabe que recibirá el mismo premio
que Moro por esa canallada y busca en los Cuadernos alguna excusa para poner entre rejas a los familiares o allegados de CFK.
Pero Macri ocupa el incomodo lugar que tendría un pariente de
Oderbrecht en la presidencia de Brasil. Cualquier investigación de
corrupción lo salpica de inmediato por alguna de sus estafas al estado.
Todas las exigencias para que “devuelvan lo robado” circunvalan su
fortuna.
El ascenso de Bolsonaro ha sido más utilizado por el
justicialismo amigable que por el oficialismo. Pichetto se ha situado en
la cresta de la ola de xenofobia y anticomunismo, junto a los
gobernadores que coquetean con la mano dura. Sus complicidades con el
ajuste son explícitas. Aprobaron el presupuesto diseñado por el FMI,
para emitir un mensaje de continuidad del ajuste si les toca reemplazar a
Macri en el 2019.
Una reivindicación más explícita de
Bolsonaro despliegan los políticos solitarios (Olmedo) con sus
comunicadores (Feinman) y acompañantes ultra-liberales (Espert). Por
ahora son tan marginales como el ex capitán en su debut, pero aspiran a
repetir su trayectoria si el sistema político eclosiona.
Nadie
sabe cuánto tiempo Bolsonaro servirá como bandera de la derecha en el
país. El congelamiento del Mercosur y el privilegio de la sociedad con
Chile afectarán su rating como figura a imitar. La incomodidad será
mayor, si Trump lo elige como principal cómplice en desmedro del vasallo
argentino.
Las numerosas diferencias que distinguen a la
Argentina de su vecino acotan también las posibilidades de un Bolsonaro
criollo. La dictadura brasileña coincidió con un prolongado período de
crecimiento desarrollista y sus responsables nunca fueron juzgados. En
cambio Videla y Galtieri acentuaron una regresión económica que
desembocó en la aventura de Malvinas. Todos los tanteos para revalorizar
a esos genocidas desatan repudios masivos.
Tampoco la base
social que sostuvo a Bolsonaro tiene correlato en las alicaídas marchas
de los sectores acomodados de Argentina. Mientras que allí colapsó el
sistema político aquí prevalece el marco institucional. Por eso Macri
recurre a la demagogia tradicional sin ensayar la brutal frontalidad de
su colega.
El sentimiento anti-político que actualmente nutre
el avance de la ultraderecha brasileña presenta un contenido muy
distinto, al sentido que tuvo durante la rebelión argentina del 2001.
Además, en los últimos años predominó en Brasil la desmovilización
popular y la desmoralización del progresismo. Por el contrario Macri no
ha podido doblegar la resistencia a sus medidas.
Estas
disonancias recrean las diferencias históricas entre un país signado por
la convulsión y otro caracterizado por la continuidad del orden. Brasil
no vivió procesos revolucionarios, la esclavitud fue abolida con
inédita tardanza y la independencia fue proclamada por un príncipe
portugués. Ningún Bolsonaro se perfila en el corto plazo de Argentina,
pero el trauma económico que se avecina abre posibilidades de todo tipo.
¿CUÁLES SON LAS LECCIONES PARA LA IZQUIERDA?
Bolsonaro recurrió a una campaña virulenta contra el PT basada en
infamias orquestadas por los medios de comunicación. Pero esas injurias
fueron absorbidas por un amplio sector popular enemistado con la gestión
de la última década. Esos trabajadores escucharon, toleraron y
finalmente aceptaron la propaganda de la derecha por su defraudación con
el PT. Esa decepción explica el fulminante ascenso del troglodita.
El desencanto comenzó con el gobierno de Lula y se generalizó con el
posterior giro neoliberal. Dilma mantuvo la sociedad con Temer, estrechó
lazos con los evangelistas, convalidó la desigualdad y reafirmó los
privilegios de la elite capitalista. Afianzó, además, los turbios
acuerdos con toda la casta de políticos a sueldo. La administración
petista preservó la estructura de poder y la concentración mediática
tradicional. Tuvieron muchas oportunidades para romper ese
condicionamiento y siempre optaron por mantener el status quo.
Por ese conservadurismo el PT perdió primero el apoyo de la clase media y
luego el sostén de los trabajadores. El resurgimiento reciente de Lula
no alcanzó para recomponer ese distanciamiento previo. Los dueños del
país aprovecharon la orfandad para recuperar el control directo del
poder.
La partida comenzó a definirse durante las protestas del
2013. En lugar de asumir las demandas sociales de los jóvenes el PT se
ubicó en la vereda opuesta. Su terror a la acción popular afianzó la
ceguera institucionalista cultivada durante décadas. Esa actitud condujo
a la renuncia sin lucha de Dilma y a la debilidad posterior de Lula
frente a su encarcelamiento.
El PT dejó vacante la calle que
ocupó la derecha. Fue derrotado en ese ámbito mucho antes que en las
urnas. El desenlace de las manifestaciones del 2014-2016 definió el
resultado ulterior de los votos.
Como ha ocurrido siempre en
América Latina la relación de fuerza se dilucida en el llano y se
proyecta al terreno electoral. Venezuela aporta un contraejemplo a lo
ocurrido en Brasil. En medio de una indescriptible crisis económica, con
sabotajes, conspiraciones y atentados de todo tipo, Maduro derrotó a la
derecha en los comicios, porque doblegó previamente las guarimbas en la calle.
Muchas evaluaciones del triunfo de Bolsonaro omiten este balance o
presentan al PT como simple víctima de los artilugios derechistas.
Soslayan su responsabilidad política en el resultado final. Es cierto
que las batallas de la izquierda son muy complejas en una sociedad
signada por siglos de exclusión. Pero esa dificultad se acentúa con la
convalidación de los privilegios de los poderosos.
En lugar de
encarar el empoderamiento popular y la formación político-ideológica de
los trabajadores, el PT apostó a un sostén pasivo derivado de la mejora
del consumo. Quedó a merced del vaivén de la economía y dejó a las masas
a disposición de la derecha. Bolsonaro aprovechó ese hueco y logró que
los propios beneficiaros de las mejoras del petismo fueron ingratos con
sus padrinos.
Lo ocurrido en Brasil ilustra cómo la
ultra-derecha puede capitalizar los fracasos de la propia derecha. En un
escenario de ocaso de los viejos conservadores, el naufragio de Temer
abrió las compuertas a un infierno mayor. Hay que aprender de esa
experiencia. Si la izquierda muestra firmeza y valentía en la lucha, los
Bolsonaro de América Latina serán derrotados.
El autor es Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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