Por: Atilio Borón
En el último año hablar del “fin del ciclo progresista” se había
convertido en una moda en América Latina. Uno de los supuestos de tan
temeraria como infundada tesis, cuyos contenidos hemos discutido en otra
parte, era la continuidad de las políticas de libre cambio y de
globalización comercial impulsadas por Washington desde los tiempos de
Bill Clinton y que sus cultores pensaban serían continuadas por su
esposa Hillary para otorgar sustento a las tentativas de recomposición
neoliberal en curso en Argentina y Brasil.[1]
Pero enfrentados al tsunami Donald Trump se miran desconcertados y
muy pocos, tanto aquí como en Estados Unidos, logran comprender lo
sucedido. Cayeron en las trampas de las encuestas que fracasaron en
Inglaterra con el Brexit, en Colombia con el No, en España con Podemos y
ahora en Estados Unidos al pronosticar unánimemente el triunfo de la
candidata del partido Demócrata. También fueron víctimas del microclima
que suele acompañar a ciertos políticos, y confundieron las opiniones
prevalecientes entre los asesores y consejeros de campaña con el
sentimiento y la opinión pública del conjunto de la población
estadounidense, esa sin educación universitaria, con altas tasas de
desempleo, económicamente arruinada y frustrada por el lento pero
inexorable desvanecimiento del sueño americano, convertido en una
interminable pesadilla. Por eso hablan de la “sorpresa” de ayer a la
madrugada, pero como observara con astucia Omar Torrijos, en política no
hay sorpresas sino sorprendidos. Veamos algunas de las razones por las
que Trump se impuso en las elecciones.
Primero, porque Hillary Clinton hizo su campaña proclamando el
orgullo que henchía su espíritu por haber colaborado con la
Administración Barack Obama, sin detenerse un minuto a pensar que la
gestión de su mentor fue un verdadero fiasco. Sus promesas del “Sí,
nosotros podemos” fueron inclementemente sepultadas por las intrigas y
presiones de lo que los más agudos observadores de la vida política
estadounidense -esos que nunca llegan a los grandes medios de aquel
país- denominan “el gobierno invisible” o el “estado profundo”. Las
módicas tentativas reformistas de Obama en el plano doméstico
naufragaron sistemáticamente, y no siempre por culpa de la mayoría
republicana en el Congreso.
Su intención de cerrar la cárcel de Guantánamo se diluyó sin dejar
mayores rastros y Obama, galardonado con un inmerecido Premio Nobel,
careció de las agallas necesarias para defender su proyecto y se entregó
sin luchar ante los halcones. Otro tanto ocurrió con el “Obamacare”, la
malograda reforma del absurdo, por lo carísimo e ineficiente, sistema
de salud de Estados Unidos, fuente de encendidas críticas sobre todo
entre los votantes de la tercera edad pero no sólo entre ellos. No mejor
suerte corrió la reforma financiera, luego del estallido de la crisis
del 2008 que sumió a a la economía mundial en una onda recesiva que no
da señales de menguar y que, pese a la hojarasca producida por la Casa
Blanca y distintas comisiones del Congreso, mantuvo incólume la
impunidad del capital financiero para hacer y deshacer a su antojo, con
las consabidas consecuencias.
Mientras, los ingresos de la mayoría de la población económicamente
activa registraban -no en términos nominales sino reales- un
estancamiento casi medio siglo, las ganancias del uno por ciento más
rico de la sociedad norteamericana crecieron astronómicamente.[2]
Tan es así que un autor como Zbigniew Brzezinski, tan poco afecto al
empleo de las categorías del análisis marxista, venía hace un tiempo
expresando su preocupación porque los fracasos de la política económica
de Obama encendiese la hoguera de la lucha de clases en Estados Unidos.
En realidad esta venía desplegándose con creciente fuerza desde
comienzos de los noventas sin que él, y la gran mayoría de los
“expertos”, se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo bajo sus
narices. Sólo que la lucha de clases en el corazón del sistema
imperialista no puede tener las mismas formas que ese enfrentamiento
asume en la periferia. Es menos visible y ruidoso, pero no por ello
inexistente. De ahí la tardía preocupación del aristócrata
polaco-americano.
En materia de reforma migratoria Obama tiene el dudoso honor de haber
sido el presidente que más migrantes indocumentados deportó, incluyendo
un exorbitante número de niños que querían reunirse con sus familias.
En resumen, Clinton se ufanaba de ser la heredera del legado de Obama, y
aquél había sido un desastre.
Pero, segundo, la herencia de Obama no pudo ser peor en materia de
política internacional. Se pasó ocho años guerreando en los cinco
continentes, y sin cosechar ninguna victoria. Al contrario, la posición
relativa de Estados Unidos en el tablero geopolítico mundial se debilitó
significativamente a lo largo de estos años. Por eso fue un acierto
propagandístico de Trump cuando utilizó para su campaña el slogan de
“¡Hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez!” Obama y la Clinton
propiciaron golpes de estado en América Latina (en Honduras, Ecuador,
Paraguay) y envió al Brasil a Liliana Ayalde, la embajadora que había
urdido la conspiración que derribó a Fernando Lugo para hacer lo mismo
contra Dilma.
Atacó a Venezuela con una estúpida orden presidencial declarando que
el gobierno bolivariano constituía una “amenaza inusual y extraordinaria
a la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos.”
Reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba pero hizo poco y nada para
acabar con el bloqueo. Orquestó el golpe contra Gadaffi inventando unos
“combatientes por la libertad” que resultaron ser mercenarios del
imperio.
Y Hillary merece la humillación de haber sido derrotada por Trump
aunque nomás sea por su repugnante risotada cuando le susurraron al
oído, mientras estaba en una audiencia, que Gadaffi había sido capturado
y linchado. Toda su degradación moral quedó reflejada para la historia
en esa carcajada. Luego de eso, Obama y su Secretaria de Estado
repitieron la operación contra Basher al Assad y destruyeron Siria al
paso que, como confesó la Clinton, “nos equivocamos al elegir a los
amigos” –a quienes dieron cobertura diplomática y mediática, armas y
grandes cantidades de dinero- y del huevo de la serpiente nació,
finalmente, el tenebroso y criminal Estado Islámico. Obama declaró una
guerra económica no sólo contra Venezuela sino también contra Rusia e
Irán, aprovechándose del derrumbe del precio del petróleo originado en
el robo de ese hidrocarburo por los jijadistas que ocupaban Siria e
Irak.
Envió a Victoria Nuland, Secretaria de Estado Adjunta para Asuntos
Euroasiáticos , a ofrecer apoyo logístico y militar a las bandas
neonazis que querían acabar con el gobierno legítimo de Ucrania, y lo
consiguieron al precio de colocar al mundo, como lo recuerda Francisco,
al borde de una Tercera Guerra Mundial. Y para contener a China desplazó
gran parte de su flota de mar al Asia Pacífico, obligó al gobierno de
Japón a cambiar su constitución para permitir que sus tropas salieran
del territorio nipón (con la evidente intención de amenazar a China) e
instaló dos bases militares en Australia para, desde el Sur, cerrar el
círculo sobre China. En resumen, una cadena interminable de tropelías y
fracasos internacionales que provocaron indecibles sufrimientos a
millones de personas.
Dicho lo anterior, no podía sorprender a nadie que Trump derrotara a
la candidata de la continuidad oficial. Con la llegada de este a la Casa
Blanca la globalización neoliberal y el libre comercio pierden su
promotor mundial. El magnate neoyorquino se manifestó en contra del TTP,
habló de poner fin al NAFTA (el acuerdo comercial entre Estados Unidos,
México y Canadá) y se declaró a favor de una política proteccionista
que recupere para su país los empleos perdidos a manos de sus
competidores asiáticos. Por otra parte, y en contraposición a la suicida
beligerancia de Obama contra Rusia, propone hacer un acuerdo con este
país para estabilizar la situación en Siria y el Medio Oriente porque es
evidente que tanto Estados Unidos como la Unión Europea han sido
incapaces de hacerlo. Hay, por lo tanto, un muy significativo cambio en
el clima de opinión que campea en las alturas del imperio.
Los gobiernos de Argentina y Brasil, que se ilusionaban pensando que
el futuro de estos países pasaría por “insertarse en el mundo” vía libre
comercio (TTP, Alianza del Pacífico, Acuerdo Unión Europea-Mercosur)
más les vale vayan aggiornando su discurso y comenzar a leer a Alexander
Hamilton, primer Secretario del Tesoro de Estados Unidos, y padre
fundador del proteccionismo económico.
Sí, se acabó un ciclo: el del neoliberalismo, cuya malignidad
convirtió a la Unión Europea en una potencia de segundo orden e hizo que
Estados Unidos se internara por el sendero de una lenta pero
irreversible decadencia imperial. Paradojalmente, la elección de un
xenófobo y misógino millonario norteamericano podría abrir, para América
Latina, insospechadas oportunidades para romper la camisa de fuerza del
neoliberalismo y ensayar otras políticas económicas una vez que las que
hasta ahora prohijara Washington cayeron en desgracia. Como diría Eric
Hobsbawm, se vienen “tiempos interesantes” porque, para salvar al
imperio, Trump abandonará el credo económico-político que tanto daño
hizo al mundo desde finales de los años setentas del siglo pasado. Habrá
que saber aprovechar esta inédita oportunidad.
[1] Ver Atilio A. Boron y Paula Klachko, “Sobre el
“post-progresismo” en América Latina: aportes para un debate”, 24
Septiembre 2016, disponible en varios diarios digitales.
[2] Cf. Drew Desilver, “For most workers, real wages
have barely budged for decades” donde demuestra que los salarios reales
tenían en el año 2014 ¡el mismo poder de compra que en 1974! Ver
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