Por: Frei Betto
Muchos cristianos fueron educados en
la religión del miedo. Miedo al infierno de las llamas eternas, de los
suplicios del demonio. Y cuando el miedo se apodera de nosotros,
advierte Freud, se transforma en fobia. Recurso utilizado siempre por
instituciones autocráticas que buscan imponer sus dogmas a sangre y
fuego, a fin de inducir a las personas a cambiar la libertad por la
seguridad.
Cuando se deja de lado la libertad se abandona la conciencia crítica,
se calla uno ante los desmanes del poder, se acobarda, endulzado por el
atractivo de una supuesta protección superior. Así pasó en la Iglesia
de la Inquisición, en la dictadura estalinista y en el régimen nazi. Así
sucede en la xenofobia yanqui, en el terrorismo islámico y en los
segmentos religiosos que dan más valor al diablo que a Dios y que
prometen librar a sus fieles de los males a través de exorcismos, curas
milagrosas y otras panaceas con que engañar a los incautos.
En nombre de una acción misionera, millones de indígenas fueron
exterminados durante la colonización de América Latina. En nombre de la
pureza ariana, el nazismo erigió campos de exterminio. En nombre del
socialismo, Stalin segó la vida a más de 20 millones de campesinos. En
nombre de la defensa de la democracia, el gobierno de los EE.UU. siembra
guerras y, en un pasado reciente, implantó en América Latina crueles
dictaduras.
Convencer a los fieles de que desechen los recursos científicos, como
la medicina, y buena parte del ingreso familiar para sostener supuestos
heraldos de la divinidad, es manejar los efectos sin explorar las
causas. Pues en el Brasil es un milagro el poder tener acceso a un
servicio de salud de calidad, cual apariencia religiosa travestida de
milagro.
La religión del miedo alardea de que sólo ella es la verdadera. Las
demás son heréticas, impías, idólatras o demoníacas. De ese modo
refuerzan el fundamentalismo desde lo bélico, que considera enemigo a
todo aquel que no reza por su libro sagrado, hasta lo sutil, como el que
discrimina a los adeptos de otras tradiciones religiosas y sataniza a
los homosexuales y a los ateos.
La modernidad conquistó el Estado laico y separó el poder político
del poder religioso. Sin embargo hay poderes políticos travestidos de
poder religioso, como la convicción yanqui del “destino manifiesto”, así
como también hay poderes religiosos que se articulan para obtener los
espacios políticos.
Hasta el mercado se deja impregnar de fetiche religioso al tratar de
convencernos de que debemos tener fe en su “mano invisible” y dar culto
al dinero. Como afirmó el papa Francisco en Asís el 5 de junio del 2013,
“si hay niños que no tienen qué comer (…) y algunos sin ropas mueren de
frío en la calle, no es noticia. Por lo contrario, la disminución de
diez puntos en la Bolsa de Valores constituye una tragedia”.
Una religión que no practica la tolerancia ni respeta la diversidad
religiosa, y que se niega a amar al que no reza su Credo, sirve para ser
echada al fuego. Una religión que no respeta el derecho de los pobres y
excluidos es, como dice Jesús, un “sepulcro blanqueado”. Y cuando esa
religión llena de bellas palabras los oídos de los fieles, mientras
limpia sus bolsillos en flagrante estelionato, no pasa de ser una cueva
de ladrones.
El criterio para evaluar una verdadera religión no es lo que ella
dice de sí misma; es aquella cuyos fieles se empeñan para que “todos
tengan vida y vida abundante” (Juan 10,10) y que abrazan la justicia
como fuente de paz.
Dios no quiere ser servido y amado en libros sagrados, templos,
dogmas y preceptos, sino en aquel que fue “creado a Su imagen y
semejanza”, el ser humano, especialmente en aquellos que padecen hambre,
sed, enfermedad, abandono y opresión (Mateo 25,36-41).
No hay comentarios:
Publicar un comentario