Sergio Ramírez
En Honduras suelen
circular listas de ciudadanos sentenciados a muerte, defensores de la
naturaleza, promotores de derechos humanos, sindicalistas, líderes
campesinos, dirigentes políticos, y Berta Cáceres estaba a la cabeza de
esas listas. Hasta que la mataron. Cerca de la medianoche del miércoles 2
de marzo de este año, unos asesinos a sueldo entraron por la puerta de
la cocina a su sencilla vivienda del poblado de La Esperanza, en el
departamento de Intibucá, la hallaron en su dormitorio, y le pegaron
tres balazos en el estómago. La sentencia firmada en las sombras había
sido cumplida.
Tenía un huésped alojado en la casa esa noche, el mexicano Gustavo
Castro, director de una organización ambiental de Chiapas, quien había
llegado a La Esperanza para dictar un taller de capacitación, y a quien
también atacaron a tiros en el cuarto donde se alojaba, sorprendidos de
encontrárselo allí, pues creían que su víctima se hallaba sola. Al verlo
ensangrentado e inerme lo dieron por muerto, pero sobrevivió para
contar la historia.
Berta Cáceres era líder de la comunidad lenca, uno de los pueblos
aborígenes centroamericanos de origen maya, asentado en los
departamentos de Intibucá, Santa Bárbara, Lempira y La Paz, al
noroccidente del territorio hondureño, fronterizos con El Salvador,
donde también hay comunidades lencas.
Esta mujer, lúcida y valiente, que cuando la mataron tenía 45 años,
había logrado crear un vigoroso movimiento de defensa de estos
territorios, y luchaba a brazo partido para evitar que se construyera la
represa hidroeléctrica Agua Zarca, en San Francisco de Ojuera,
departamento de Santa Bárbara, parte del territorio ancestral lenca,
como se ha dicho. Está previsto que el embalse utilice aguas del río
Gualcarque, que para los lencas han sido sagradas desde antes de la
Colonia, mientras las tierras destinadas a ser inundadas las dedican a
la agricultura de subsistencia, divididas en pequeñas parcelas. Nunca
fueron consultados por el gobierno acerca del proyecto, según sus
derechos.
En octubre de 2013, uno de los dirigentes del movimiento, Tomás
García, había sido asesinado en el curso de una demostración popular
reprimida por el ejército, y Berta, acusada de rebelión y tenencia
ilegal de armas, fue condenada a prisión, aunque luego sobreseída
provisionalmente. La sentencia del tribunal le ordenaba también no
acercarse al área destinada a la represa.
Los lencas, bajo el liderazgo de Berta, lograron una victoria crucial
cuando ese mismo año la trasnacional china Sinohydro, la constructora
de embalses más grande del mundo, se retiró del proyecto, igual que lo
hizo el Banco Mundial. La compañía de capital hondureño Desarrollos
Energéticos SA (DESA), dueña de la concesión, se quedó entonces sola.
En 2015, Berta recibió el premio Goldman, considerado
el Nobel verde, y cualquiera podía pensar que el renombre internacional que ganaba le serviría de escudo; pero en Centroamérica hay que desconfiar de las reglas del sentido común: el premio enfureció a sus enemigos, y la acercó más bien a la muerte. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos había ordenado al gobierno de Honduras que tomara medidas cautelares para protegerla, pero no lo hizo; y lo mismo ocurrió con otros 10 ciudadanos, en favor de los cuales fue ordenada la misma protección, pero tampoco la recibieron nunca y terminaron asesinados.
Ante la dimensión del escándalo que trajo la muerte de Berta,
el gobierno se vio presionado a actuar, y hasta ahora están siendo
procesadas, entre autores materiales e intelectuales, cuatro personas:
el mayor Mariano Díaz Chávez, de servicio activo en las fuerzas armadas;
el capitán Atilio Duarte Meza, en retiro; Douglas Bustillo, que había
sido guardia de seguridad en la represa, y, ¡bingo!, Sergio Ramón
Rodríguez Orellana, gerente de temas sociales y medioambientales del
proyecto de Agua Zarca. Hay un quinto implicado, Emerson Duarte, el
hermano gemelo del capitán, en cuyo poder se encontró el arma con que
fue cometido el asesinato.
Los acusados no fueron capturados sino a principios de mayo, y de
acuerdo con las pesquisas policiales, los registros de sus teléfonos
celulares revelaron la existencia de mensajes cruzados entre ellos que
dejan constancia de la conspiración, comenzada el 29 de enero.
En los informes sobre derechos humanos, Honduras aparece como
el país más peligroso del mundopara aquellos que se consagran a la defensa de la naturaleza. Según la organización Global Witness, 111 activistas ambientales han sido asesinados entre los años 2002 y 2014: los que se oponen a la destrucción de la selva para convertirla en pastos y tierras agrícolas, los que luchan contra la minería que envenena las aguas y contamina mortalmente el aire, y los que como Berta Cáceres y tantos otros han tratado de impedir la invasión de sus heredades ancestrales, lo pagan con la vida, no sólo en Honduras, y sus muertes quedan en la impunidad las más de las veces.
Es lo que sigue ocurriendo en Brasil, en los estados de Mato Grosso
do Sul, Amazonas y Bahía, donde los indígenas que se niegan a abandonar
sus tierras son asesinados por sicarios. En Nicaragua, en la lucha entre
colonos mestizos que invaden las tierras ancestrales de los mayagnas y
misquitos en la reserva selvática de Bosawás, estos indígenas son
despojados mediante una maraña corrupta de traspasos de títulos de
propiedad, y no pocos han sido asesinados para consumar el despojo.
Defender la tierra natal, la identidad entre seres humanos y
naturaleza, y la relación sagrada entre la vida y el ambiente, se sigue
pagando con la muerte. Otros muchos crímenes se han cometido desde
entonces en Honduras, y las listas de sentenciados siguen vigentes,
engrosadas cada vez por nuevos nombres que reponen a los de los
ejecutados. La debilidad institucional y la corrupción siguen
favoreciendo el sicariato y hacen crecer la impunidad.
El asesinato de Berta Cáceres puede parecer ya una historia vieja,
pero vale la pena volver a contarla. Echarla al olvido sería enterrarla a
ella, y a tantos como ella, una y otra vez.
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