La Jornada
Según reportes difundidos ayer por The New York Times
y la cadena catarí Al Jazeera, terminaron en el mercado negro un número
indeterminado de armas valuadas en millones de dólares, enviadas por la
Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés)
estadunidense y por el gobierno de Arabia Saudita a facciones rebeldes
sirias.
Las artefactos bélicos, que incluyen fusiles de asalto Kalashnikov,
morteros y granadas, fueron enviados a Jordania como parte de un
programa secreto de la CIA para entrenar y equipar a grupos armados que
combaten al gobierno sirio y Washington considera
moderados. El proyecto consistía en entregarlos a sus destinatarios en Jordania, debido a su situación geográfica contigua a Siria. Sin embargo, funcionarios de inteligencia jordanos no identificados robaron las armas y éstas cayeron en manos desconocidas, aunque se sospecha que pudieron llegar a bandas delictivas o fueron vendidas en otros países.
Algunos de los artefactos fueron usados, según el informe, en un
ataque a un campo de entrenamiento policial en Amán, capital jordana, en
el que murieron dos contratistas estadunidenses, otros dos jordanos y
un sudafricano.
Este episodio obliga a recordar el tráfico de armas hacia nuestro
país, auspiciado por la Oficina de Control de Tabaco, Alcohol y Armas de
Fuego (ATF, por sus siglas en inglés) del gobierno de Estados Unidos
durante el sexenio pasado, la cual permitió que unos 2 mil 500 fusiles
de asalto fueran adquiridos por un cártel del narcotráfico con
el pretexto de obtener información sobre cómo éste se abastecía de
armamento. La operación, hecha sin el consentimiento ni el conocimiento
de las autoridades mexicanas, desembocó en un mayor poder de fuego de la
delincuencia organizada; el rastro de las armas se perdió y varias
fueron usadas para cometer asesinatos, entre ellos la masacre de Villas
de Salvárcar, Chihuahua, en 2010, que dejó 16 muertos y 12 heridos, y el
homicidio ese mismo año de un agente de la policía fronteriza
estadunidense.
Caso semejante es el de las ingentes cantidades de armamento
entregado por Washington en la década de los 80 a las guerrillas afganas
que combatían la invasión soviética en Afganistán, y que terminó siendo
utilizado por la organización integrista Al Qaeda, heredera de esos
grupos irregulares. Otro, más cercano, es el de las armas provistas al
ejército iraquí tras el derrocamiento de Saddam Hussein, y que acabaron
en manos del Estado Islámico.
Por lo que puede verse, la superpotencia no aprende de la historia y
pese a los desastres experimentados en este terreno sigue distribuyendo
armamento con toda prodigalidad a grupos irregulares, sea con la
pretensión de incidir en el cumplimiento de sus intereses estratégicos o
en el contexto de investigaciones policiales disparatadas. El gobierno
de Washington debiera caer en la cuenta de los saldos lesivos y trágicos
que tales operaciones encubiertas han tenido en las naciones y que,
para mayor absurdo, se han cobrado la vida de varios estadunidenses. Lo
cierto es que la permisividad en materia de armas de fuego que
caracteriza el ámbito interno de Estados Unidos, y constituye el
ingrediente principal de masacres como la recién perpetrada en Orlando,
Florida, tiene un correlato en su política exterior y en su infatigable
injerencismo en terceros países.
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