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domingo, 28 de marzo de 2010

La presencia palestina en el ojo del pintor israelí

Robert Fisk
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Milicianos palestinos de Jihad Islámica demandan a la Liga Árabe en la ciudad de Gaza que durante su conferencia a realizarse en Libia cancele una iniciativa para conversaciones indirectas de paz con IsraelFoto Ap
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os palestinos celebran su tierra usurpada con poesía y arte; siempre la describen como el lugar de los naranjos y olivos perdidos, y pequeñas casas, una muy cerca de la otra, como una mezcla de Mahmoud Darwish y las últimas fotografías de David Roberts que muestran a hombres árabes recargados sobre pozos antiguos, a un lado de ruinas clásicas, lo que comprueba que Palestina no era, como quiere hacernos creer el discurso popular sionista, una tierra sin pueblo. Así que, fiel a mi principio de siempre de ir a una galería de arte en cada ciudad que visito, entré de puntillas en el Museo de Arte de Tel Aviv, en el bulevar Shaul Hamelech, para darme una idea de cómo los judíos de Palestina veían lo que sería su patria antes del éxodo árabe entre 1847 y 1948.

Digo que entré de puntillas porque justo frente a este bello museo de piedra gris se erige el símbolo del dominio israelí, el Ministerio de Defensa, cuyas torres de vigilancia parecen coronadas por naves especiales, y que es el cuartel de un ejército cuya moral, nobleza ante las armas, la humanidad y sentido del honor empequeñecerá por siempre a todos los demás ejércitos conocidos del mundo. Etcétera, etétera, etcétera.

Comparado con esta fantasía grotesca, el Museo de Arte de Tel Aviv es un alivio bendito, una pregunta entre la propaganda sionista de exacerbado virtuosismo, dentro del sueño judío y la pesadilla judía, que incluso reconoce la presencia de los árabes de Palestina, aunque sea de manera inconsciente.

Veamos la obra de Maurycy Minkowskiis Refugiados (1906-1909), en que dos hombres barbados y un niño cargan sus posesiones en sacos y avanzan por delante de sus mujeres como para protegerlas. Con rostros desencajados, los siguen una fila de figuras y carretillas entre el polvo. Son judíos, desde luego. Pero podrían ser árabes de Palestina hace 40 años huyendo de Haganah en el momento de su propia Nakba, la catástrofe en que 750 mil almas fueron expulsadas de lo que quedaba de Palestina oriental a campos de refugiados de Líbano, Siria y Jordania.

Los paralelismos históricos son peligrosos. Los árabes de Palestina no sufrieron los pogromos de Europa del este ni el Holocausto nazi, pero su calamidad no es menos real ni sus fantasmas que llegan, sin duda, sin haber sido invitados. Pero la historia no siempre es gentil con los victoriosos y se mueve insistentemente dentro del museo cuya colección más prestigiosa es la de David Azrieliis. El diseñador y filántropo canadiense-israelí fue un refugiado, en 1939, que tuvo que huir de su hogar en Makow Mazowiecki, al norte de Varsovia, atravesar Ucrania, Uzbekistán, Bagdad y Palestina. En el camino se unió al pelotón del ejército polaco del general Andersi, aunque desertó más tarde.

Llegó a tiempo para luchar en la guerra de independencia israelí, esa lucha que creó la tragedia de los refugiados palestinos, quienes hoy son silenciosamente abandonados por un nuevo Barack Obama pusilánime, y aplastados por una Europa obsequiosa.

Hay un momento escalofriante en la introducción de Ziva Koortis a la colección en que ella destaca que las pinturas de Moshe Castel, Sionah Tagger, Marcel Janco y Ludwig Blum retratan al árabe como nativo del país, profundamente enraizado en su ambiente. Los artistas de los años 20 veían a los árabes como el poblador local, con la forma de vida indígena, presentada en ambientes pintorescos que usualmente eran claramente identificables como paisajes de características orientales.

Desde luego, eso es parte del problema. Si bien los árabes bajo el mandato palestino eran definitivamente indígenas desde luego no se hubiesen considerado pintorescos, ni parte de un hermoso momento histórico austero de características orientales.

Eran, en muchos casos, dueños de las tierras que Blum, Janco y sus colegas pintaban, no más orientales o extranjeros que los inmigrantes judíos que venían con su lengua yiddish y sus chalecos de oración, o los rabinos que juegan ajedrez en la hermosa pintura de Henryk Gotlibs elaborada en 1935, en la cual clérigos de largas barbas blancas podrían parecer preocupados imanes musulmanes.

Con todo, estos árabes existen en el arte judío israelí. En la pintura de Castel de 1930 tituladas Figuras en un café de la playa, un grupo de árabes está en la mesa junto al mar debajo de la sombra de una carpa, el sol ilumina la keffiyah blanca del hombre, dos jóvenes con sombreros turcos rojos cilíndricos, conocidos como fez, sirven bebidas; en el horizonte, a la izquierda, un barco a vapor se aleja simbólicamente de ellos hacia una tierra, arrojando humo negro por la chimenea. ¿Irá en dirección de los grandes puertos del mandato? ¿A Jaffa? ¿O a Haifa? ¿Llevaría quizás judíos, ahora que los amos imperiales palestinos adoptaron su sistema de inmigración de cuota?

Hace casi 30 años vi a los palestinos de Yasser Arafat zarpar hacia Túnez, y mucho después, regresar a una Palestina caótica y fragmentada.

Ciertamente, la historia de los judíos y árabes de Palestina a veces parece una regata de barcos que llegan y se van de Medio Oriente, con pasajeros que pueden estar llorando de alegría o de amargura, y que llevan maletas con esqueleto de madera como las que se apilan en los rincones de las chozas de los campos de refugiados palestinos en Líbano.

Dichas maletas aparecen en las pinturas de Meir Pichhadzeis de la pasada década, cuyo retrato, de 1997, muestra a un hombre con un rostro que tiene el color del suero de leche, lleva una chaqueta arrugada, una boina y carga tres enormes libros y dos de esas maletas ya conocidas mientras se aleja de una hilera de montes negros y un cielo cubierto de humo.

He visto muchas de esas maletas en el campo de exterminio de Auschwitz; una penosa prueba de que sus dueños en realidad pensaban que su viaje terminaría en una nueva vida y no en su muerte.

Me temo que debe haber un pero en muchas de las pinturas de la colección Azrieli, que muestra un Israel emergente cuyo paisaje incluye menos árabes. En cambio, judíos musculosos trabajan en construcciones, tienden caminos, trabajan en andamios y pican piedra en la pintura de Castel Los Pioneros, que es de un estilo casi soviético: Stajanovitas taladrando rocas enormes como preparación para combatir a los árabes en la guerra de 1948. Este cuadro, a diferencia del aterrador retrato de Jack Yeats de hombres armados del antiguo ERI (institución muy admirada por los combatiente Haganah), se ven casi románticos.

La obra Soldados, de Blumis Palmach Beier Sheva, muestra a un grupo de jóvenes haciendo café, sus rifles colgados perezosamente de la pared, o la pintura cubista Luchadores de la guerra de 1948 en que tres hombres de pantalones cortos están abriendo un cargamento de rifles automáticos al lado de una colina. Las armas se aprecian más claramente que sus rostros. Ésta, claro, fue la guerra en que combatió David Azrieli.

A medida que los años pasaron, las aldeas árabes dejaron de estar habitadas por árabes. Hay un paisaje de Jerusalén en 1960, de Blum en que, me percaté, la mezquita de Al Aqasa no existe. Según el punto de vista del pintor, el templo debía estar al oeste de la ciudad en el horizonte, a la izquierda del hotel Rey David, arriba y a la derecha de la reja de Jaffa.

Pero no lo está. Desapareció. ¿Por qué? ¿La vida imita al arte? ¿O más bien el arte imita lo que a los israelíes les gusta llamar los hechos sobre el terreno? ¿O se trata de un sueño?

Salí del museo y miré la naturaleza muerta que es la torre del Ministerio de Defensa israelí. Desde aquí se enviaron órdenes para la Operación Litani, la Operación Paz para Galilea y la Operación Viñas de la Ira, así como la Operación Plomo Endurecido del año pasado. ¿Quién pintará los resultados de éstas órdenes?

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

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