Lo que no nos toca directamente, no existe. En Guatemala, la realidad comienza a existir para muchos de nosotros solo cuando matan a uno de los nuestros, cuando nos quedamos sin empleo, cuando se entran a robar a nuestra casa o cuando deja de salir el agua por el chorro del baño. Entonces, de repente, tomamos conciencia de vivir en un mundo más ancho que el que hasta entonces habitábamos. Antes de eso, la subjetividad se va por las vías tradicionales y todos los pobres son pobres porque son haraganes, todos los que demandan justicia son unos vividores de los Derechos Humanos, y todos los que abogan por el cuidado del medioambiente son ecohistéricos que prefieren monos gordos al desarrollo económico. Respuestas demasiado simples a problemas muy complejos.
En el siglo XX, muchos consideraron el problema del agua motivo suficiente para una tercera guerra mundial. Con 884 millones de seres humanos en todo el planeta sin acceso a agua potable, no es un problema menor. Según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP), “…cada 15 segundos muere un niño por una enfermedad causada por la falta de acceso a agua segura para beber, el saneamiento deficiente o la falta de higiene”. Y no se vale decir que esto es un problema de educación, porque lo que unos consideran un derecho privado, para otros es un milagro. Las personas más pobres están entre las que, “casualmente”, jamás han tenido acceso a agua entubada, y puedo imaginar lo que siente una madre de escasos recursos cuando, por primera vez en su vida, abre un chorro en su casa y ve salir agua por él. El desperdicio del agua, la contaminación de las fuentes de este líquido, el desvío de los ríos o su desaparición, es una responsabilidad con rostro. Y ese rostro es el mismo de siempre, el que cree que todo se puede comprar y no entiende que nadie se puede quitar la sed con un billete de a cien.
El problema del agua es un problema de falta de conciencia. Si molesta ver empaques de jabón o envases tirados en las fuentes de agua, es insoportable darse cuenta de lo que hacen empresas bien informadas de gente supuestamente bien educada, que se niegan a tener plantas de tratamiento de aguas, que lanzan productos químicos en los ríos, fertilizantes, bagazo de caña, y demás desechos que ya contaminaron todas las fuentes de agua del país. El colmo es que hemos caído en la trampa de necesitar el agua que ha sido privatizada y embotellada para nuestro consumo, como si no fuera un derecho de todos.
En estos 50 años, los seres humanos hemos contaminado y secado, como nunca antes en siglos, nuestros recursos hídricos. Esa contaminación afecta los recursos alimentarios, facilita la difusión de enfermedades, daña a los ecosistemas y agrava las condiciones de sociedades y economías de todo el planeta. Súmele a este polvorín el incremento de la población mundial y los efectos del cambio climático.
Según la UNEP, “cada día, dos millones de toneladas de aguas residuales y otros efluentes son vertidos sin control alguno. El problema es más grave en los países en desarrollo, en los que más del 90 por ciento de los desechos sin procesar y el 70 por ciento de los desechos industriales sin tratar se vierten en aguas superficiales”. Visto así, los problemas del agua pasan por las clases sociales y la geografía porque, una y otra vez, son las regiones más pobres las que viven una mayor escasez de este recurso. La incapacidad de nuestro Estado para cuidar y garantizar recursos para todos sus habitantes de manera sostenida, así como nuestra inconciencia colectiva frente a señales de alarma tan contundentes, merecen atención. Y es que de nada sirve pensar en futuro, si ese futuro nace agrietado, seco, muerto.
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