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miércoles, 8 de marzo de 2017

Michel Temer desmantela el aparato de política exterior creado por Lula


Brasil conquistó espacios inéditos en el escenario global durante el gobierno del ex presidente

Este martes asumen dos nuevos ministros del gobierno de Michel Temer: el diputado Osmar Serraglio, del gobernante PMDB (Partido del Movimiento Democrático Brasileño), será el nuevo ministro de Justicia, y el senador Aloysio Nunes Ferreira, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), en el cual milita el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, remplaza a su colega José Serra en Relaciones Exteriores.
Serraglio, oscuro diputado, se hizo famoso por haber sido un defensor intransigente del ex presidente de la Cámara de Diputados y actual presidiario, Eduardo Cunha, del mismo PMDB.
Para la cancillería, ignorando señales de que el cuerpo diplomático de carrera esperaba el nombramiento de uno de los suyos, Temer se decidió por Aloysio Nunes Ferreira, indicado por el presidente del PSDB, el también senador Aécio Neves, y avalado por otro de los mentores del golpe, el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso.
Nombrar políticos para conducir las relaciones exteriores no es algo raro en la historia de la diplomacia brasileña. Basta con recordar que Fernando Henrique Cardoso, entonces senador, ocupó el imponente Palacio do Itamaraty poco antes de elegirse presidente.
Lula da Silva y luego su malograda sucesora, Dilma Rousseff, optaron por dejar el Itamaraty en manos de embajadores de carrera, sin transformarlo en pieza de canje en el juego de intereses de las alianzas políticas.
Al priorizar las relaciones externas, Lula da Silva eligió como canciller a Celso Amorim, embajador de carrera larga y sólida.
Pasados diez meses de la llegada de Temer al poder, no hay todavía una línea clara sobre la política exterior que será llevada a cabo, lo que provocó una especie de parálisis en el Itamaraty.
Por otro lado, son varios los puntos en que hubo un vuelco total con relación a lo que existió en los últimos años.
Todo lo que hubo de innovación y osadía, principalmente con Lula en la presidencia (2003-2010), está siendo desmantelado. Fueron los años en que se conquistaron para Brasil espacios inéditos en el escenario global, en lo que fue definido como una política externa activa y altiva, sin sujetarse, como tradicionalmente ocurre en la mayoría de las naciones latinoamericanas, a los designios de Washington.
Lula da Silva, además, aplicó, también de manera inédita, lo que se llama en el léxico del Itamaraty la diplomacia presidencial. Ya anteriormente otros presidentes utilizaron su prestigio personal para acciones bilaterales. Ninguno, sin embargo, lo hizo con semejante énfasis, quizá por carecer del carisma y la determinación de Lula da Silva.
Concentrando acciones y esfuerzos para establecer y privilegiar una relación sur-sur, se crearon opciones para ampliar el comercio externo en áreas habitualmente relegadas a un segundo plano. Al mismo tiempo, se amplió la presencia brasileña con la apertura de embajadas brasileñas en 44 países, la mayoría en el continente africano.
Otro aspecto importante ha sido fortalecer el bloque de los BRICS, que une a Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, como alternativa de espacio con más independencia frente a polos tradicionales, como Washington y a la Unión Europea. Los BRICS lograron avanzar en varios aspectos, principalmente en la formación de un banco multilateral que sirviera de opción ante las usuales instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial.
Resultado de los tiempos de la política externa activa y altiva han sido los nombramientos de José Graziano para dirigir la FAO, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, y la conducción (y posterior reconducción) del embajador Roberto Azevedo para el puesto máximo de la OMC, la Organización Mundial de Comercio.
El buen diálogo existente en especial con los países bolivarianos permitió que Brasil ejerciese un papel moderador en situaciones de roces y conflictos no sólo entre países, sino también en escenarios internos, como en la Venezuela de Hugo Chávez.
Todo eso cambió abruptamente con la llegada de Michel Temer a la presidencia. En sus primeras acciones como canciller, José Serra aseguró que la política externa obedecería exclusivamente a los intereses de la nación, sin tomar en cuenta aspectos meramente ideológicos.
De plano anunció que el Mercosur sería revisado, lo que resultó en la suspensión (y virtual expulsión) de Venezuela.
Enseguida, prometió implantar una política pragmática, cuyo eje central sería expandir el comercio. En tanto, anunció un reacercamiento con Washington y la Unión Europea (personalizada en Angela Merkel). Al mismo tiempo, advirtió que Brasil iría paulatinamente a alejarse de los bolivarianos y de Cuba.
La llegada de Donald Trump y sus imprevisibles rumbos a la política externa de Estados Unidos hicieron que el ambiente se hiciera más confuso. Para empezar, la salida de Estados Unidos de la Alianza del Pacífico antes siquiera que el grupo se hubiera consolidado liquidó la aspiración inicial defendida por Serra.
Otro punto de decepción está en la poca –por no decir casi nula– simpatía despertada por el gobierno de Temer en el tablero global. El tan esperado reconocimiento de la legitimidad de su gobierno, pese a los empeños de su entonces canciller, no se concretó.
El nombramiento del nuevo ministro pone en relieve los muchos puntos en común entre el que sale y el que llega. Ambos tienen un pasado de firme militancia en la izquierda. Serra, como dirigente estudiantil. Nunes Ferreira, directamente en la lucha armada. Fue motorista y escolta del mítico guerrillero Carlos Marighella, de la Acción Libertadora Nacional.
Actualmente ambos sienten ojeriza a cualquier cosa que huela a izquierda, empezando por el PT.
Los dos son conocidos por su agresividad y truculencia, por reacciones explosivas y por virulencia a la hora de atacar adversarios. Algo, a propósito, poco propicio a las prácticas diplomáticas.
Pero también existen diferencias entre ambos personajes. José Serra ignora casi todo sobre política externa y geopolítica.
Aloisio Nunes Ferreira tiene más experiencia en este campo. Se estrenó como negociador internacional en 1968, cuando se exilió en Francia como embajador de la Acción Libertadora Nacional junto a movimientos de izquierda, armados o no, en todo el mundo.
Como senador presidió la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, y siempre que tuvo ocasión criticó duramente la política llevada a cabo por Lula da Silva y mantenida, aunque tímidamente, por Dilma Rousseff. Cuando no hubo ocasión, supo crearla.
Serra deja en legado al sucesor haber peleado con los vecinos (excepciones: la Argentina de Mauricio Macri y el Paraguay de Horacio Cartes).
Hay, además, otra coincidencia entre el canciller que llega y el que sale: al igual que Serra, Nunes Ferreira también fue denunciado por recibir dinero de sobornos y corrupción. En este punto específico supera al antecesor: ya está bajo investigación del Supremo Tribunal Federal.
Y es en esa doble condición, de canciller e investigado, que presidirá, en pocas semanas, la reunión del G-20, grupo de las 20 mayores economías del mundo, que tratará precisamente del combate a la corrupción.

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