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La corrupción, según la encuesta de Latinobarómetro 2017, es una cuestión muy presente en la vida de los países latinoamericanos: figura en el cuarto lugar de los problemas más importantes mencionados por la gente en 18 países de la región, y en casos específicos como Brasil y Colombia figura en primer lugar[1].
Son comunes en la región casos de organigramas de envíos a paraísos fiscales para la evasión de impuestos; redes de sobornos con todo tipo de intermediarios -desde funcionarios de rango inferior a presidentes (recordemos los audios que involucran a Michel Temer en el cobro de contribuciones, por ejemplo)-; desfalcos directos e indirectos a las empresas estatales; etc.[2] En todos los países, incluso con Gobiernos de signos políticos diferentes, los casos de corrupción son frecuentes. Sin embargo, se suele endilgar el problema con particular énfasis a los Gobiernos de corte progresista o de izquierda, utilizando así un problema sistémico e histórico de la región con fines políticos específicos.
Así, por ejemplo, el Gobierno de Mauricio Macri -que no lleva ni tres años en el poder- tiene más de 50 funcionarios de su coalición siendo investigados, imputados o procesados por delitos de diverso grado y cualidad, empezando por el propio presidente, la vicepresidenta Michetti, los ministros Bullrich, Bergman, Dietrich, o el caso del ex ministro de Energía, Juan José Aranguren -cuya incompatibilidad con el carácter público de la gestión de Estado alcanzó ribetes alarmantes al ser, al mismo tiempo, accionista de la Shell.
Del otro lado, en Venezuela hay más de 60 funcionarios detenidos por corrupción, entre ellos el ex-ministro de Petróleo Eulogio Del Pino, y Nelson Martínez, ex-presidente de PDVSA, acusados por realizar préstamos sin autorización estatal. En la mediática internacional se enfatiza indiscriminadamente sobre el caso de Venezuela, mientras otros quedan en silencio o son apenas esbozados.
Incluso en un país que suele colocarse como modelo respecto de la corrupción, como Chile, un estudio de Transparencia Internacional del 2017 -en base a encuestas presenciales- registró que el 22% de los entrevistados afirmó haber pagado sobornos alguna vez a algún funcionario público, y que el 78% cree que la corrupción está en aumento en el país[3].
La naturalización de la corrupción en la vida cotidiana es uno de los rasgos más utilizados del fenómeno en la región. En este sentido, es crucial la “percepción” de la corrupción: cómo la ciudadanía entiende que no sólo se trata de un fenómeno extendido, sino que va in crescendo y que afecta la vida cotidiana, en todas sus dimensiones.
El combate contra la corrupción
Para la organización Global Financial Integrity, América Latina perdió el equivalente al 3% de su PBI en fondos financieros ilícitos que salieron anualmente de la región entre el 2003 y el 2012[4]. Es líneas generales, se trata de un fenómeno variado, con diversas manifestaciones en paralelo y que, en su reproducción, consolida el carácter de la formación económico-social sobre la que se asienta nuestra situación de dependencia.
La primarización de la economía latinoamericana y la subordinación en materia institucional y financiera a los países del centro, han generado una dinámica de dependencia de raigambre colonial, redituada con el capitalismo neoliberal en sus rasgos más característicos: evasión tributaria, uso de recursos públicos para fines privados, fuga de capitales, extorsión de funcionarios y expoliación de recursos naturales. En este sentido, los principales beneficiarios de la corrupción generalizada y banalizada como “cultura tercermundista” o “bananera”, han sido los grandes empresarios.
Sin embargo, “el combate a la corrupción” no suele sustentarse en sus causas sistémicas e históricas; por lo general, se apunta como acicate para intervenciones a Gobiernos incómodos o no acordes con el statu quo. El tema es harto sensible en tanto afecta la cotidianidad y está instalado en la percepción ciudadana por lo que es proclive a funcionar como argumento descalificador en campañas de satanización y destrucción de imagen. Hay un reemplazo de significantes (sobre todo en campañas electorales) que logra que la corrupción pase a ocupar un lugar omnipresente para las fuerzas/Gobiernos neoliberales.
Al respecto de este último punto, no puede dejar de considerarse el “escándalo Odebrecht” como un momento bisagra que, seguramente, irá revelando muchas cuestiones geopolíticas de envergadura. Ello no solo por lo que significó sobre la economía brasileña sino por las implicancias que tiene –económicas y políticas- en varios países de la región. El efecto Odebrecht, el “mayor caso de sobornos extranjeros en la historia”, según el Departamento de Justicia de EE.UU., está dejando cada vez más claro que ha sido el principal factor de la peor recesión económica en la historia de Brasil. También ha conducido al surgimiento de nuevas formas de liderazgo, como el del juez acusador de Lula Da Silva, Sergio Moro.[5]
Cosmética institucional
La corrupción no es un fenómeno exclusivo de la región. De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el costo anual de la corrupción alcanza casi el 2% del Producto Bruto Interno (PBI) mundial. En 2016, Francia reformó buena parte de su política en la materia generando una secuencia de posturas que colocaron la discusión acerca del combate global a la corrupción en otro nivel de la agenda. Como suele suceder, algunas de esas líneas directrices francesas pasarán a formar parte de las propuestas de política pública en América Latina. En Francia se reformó todo el “sistema anticorrupción”, creando una Agencia Anticorrupción, compuesta por un mecanismo de protección de denunciantes, una ley que obliga a las empresas a “prevenir” la corrupción y otra ley que crea jurisdicción extraterritorial, entre otras directrices emblemáticas.
La tendencia a consolidar un “sistema anticorrupción” basado en la creación de agencias, ya fue implementada en Bolivia –a la manera de un órgano de coordinación– y en Argentina –la Oficina Anticorrupción-, ligeramente diferente a lo propuesto en México, donde se dio prioridad a la incorporación de la participación ciudadana y la descentralización, a procesos de evaluación de clientes, proveedores e intermediarios, sanciones disciplinarias y a un sistema interno de verificación de las medidas implementadas.
El ideal de los sistemas anticorrupción es que puedan registrar las denuncias que, desde la ciudadanía, se realicen con la finalidad de fomentar una cultura de la intervención ciudadana vinculada al sistema penal, circunstancia que no sucede. Un caso sintomático al respecto lo reflejan las cifras de Perú[6]. Allí, los temas denunciados con mayor frecuencia tuvieron que ver con la adquisición de bienes y servicios, y la ejecución de obras públicas, sobre todo para los Gobiernos locales. Éstos tuvieron el 52% de las denuncias, el 26% fueron contra Gobiernos regionales y el 22% contra el Gobierno Nacional.
El caso de Perú, quizás el más escandaloso de los últimos tiempos -en tanto determinó la dimisión de su último presidente, P.P. Kuczynski, precisamente por escándalos de corrupción[7]– es, no obstante, un interesante ejemplo de un “sistema anticorrupción” con organismos y funciones claramente delimitadas. Sin embargo, no es justamente la confianza en la lucha contra la corrupción lo que caracteriza la opinión de los peruanos, sino, más bien, el desencanto. Lo interesante del caso es que, en líneas generales, su diagrama de “sistema anticorrupción” tiene un formato bien delineado, que sigue las recetes foráneas y que es replicado en otros países. Son componentes de su sistema:
- Comisión de Alto Nivel Anticorrupción.
- Contraloría General de la República y órganos de control institucional (Sistema Nacional de Control).
- Fiscalías especializadas en delitos de corrupción de funcionarios (Ministerio Público).
- Juzgados penales nacionales y la Sala Penal Nacional, especializados en delitos de corrupción (Poder Judicial).
- Procuraduría Publica Especializada en Delitos de Corrupción (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos).
- Dirección contra la Corrupción (Dircocor) de la Policía Nacional del Perú.
- Instituto Nacional Penitenciario.
- Unidad de Inteligencia Financiera de la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP (SBS).
- Defensoría del Pueblo.
La cuantificación de las pérdidas: el caso de Colombia
La corrupción, efectivamente, ocasiona una desviación sustantiva de recursos, cifras que de ninguna manera pueden ser consideradas secundarias ni laterales las economías latinoamericanas.
Colombia es uno de los países donde los escándalos por corrupción han marcado la agenda política[8] y formaron parte central de los debates de la reciente campaña electoral. Las desviaciones se calculan en 50 billones de pesos al año[9]. En base a los datos proporcionados por Transparency International (sección Colombia)[10] las cifras básicas de la corrupción a consignar para el país son:
- Los 50 billones de pesos que le cuesta al año la corrupción -según la Contraloría General de la República- equivalen a casi un billón de pesos semanales y cerca del 4% del PIB anual de Colombia.
- Según el Índice de Transparencia Nacional, elaborado por Transparencia Colombia, 14 de 85 entidades nacionales públicas están clasificadas como nivel “muy alto” y “alto” de riesgo de corrupción. La Cámara de Representantes, el Senado de la República, el Consejo Superior de la Judicatura y el Ejército Nacional son las de mayor riesgo.
- Según el Índice de Transparencia Municipal elaborado por Transparencia Colombia, las Gobernaciones con mayor riesgo de corrupción son Chocó, Vaupés y Guainía; por otra parte, los municipios con mayor riesgo son Sincelejo, El Zulia y Leticia. Es importante advertir, tal como ha observado Transparency International, que las denuncias de los ciudadanos colombianos –la cuestión también vale para los demás países de la región- suelen, en su mayoría, dirigirse hacia los niveles administrativos subnacionales.
- Un 4, 91% de los empresarios piensa que algunos de ellos ofrecen sobornos en el entorno de sus negocios. Por otro lado, hay que advertir que en el empresariado colombiano hay una consciencia respecto del factor corrupción como “algo negativo para el dinamismo económico”. Según una encuesta realizada en el Foro Económico Mundial del 2015, el 15,5% de los ejecutivos percibió a la corrupción como un obstáculo para realizar negocios en el país. De allí que -y este es un elemento progresivo en el marco de un contexto poco auspicioso- el 38% de las empresas implementen prácticas de forma planeada y periódica para prevenir el soborno.
- Colombia ocupa el puesto 90 entre 176 países con mayor nivel de percepción de la corrupción en instituciones públicas, según Transparency Internacional. Dos son los focos de corrupción claramente identificados. El primero, la asignación del presupuesto, donde los recursos destinados a inversión en las regiones son entregados con fines políticos en negociaciones privadas. El segundo, la administración pública que, según la Fiscalía General de la Nación, es el blanco del 81% vinculados con el cohecho, el peculado y la concusión.
La marca de la corrupción como legado simbólico
Asumir el discurso del “combate contra la corrupción” como propio, aunque en el fondo sea todo lo contrario, no es una novedad de los Gobiernos y las fuerzas neoliberales contemporáneas. Esta autoubicación ideológico-política por parte de los defensores del neoliberalismo tiene una tradición basada en la posición que, clásicamente, han encontrado para sí las élites latinoamericanas. La disputa por ubicarse en el lugar de “luchadores contra la corrupción” viene de la época de los Gobiernos nacional-populares como el peronismo en Argentina, Carlos Ibáñez en Chile, el cardenismo en México, el varguismo en Brasil y lo que implicó la llegada del MNR al poder en 1952, en Bolivia. En aquel momento la tarea política de los opositores elitistas fue, precisamente, ubicar a los Gobiernos nacional-populares en el lugar de los “corruptos”.
Es a partir de la instalación de esas identificaciones -con la gracia de los principales vehículos mediáticos de cada país, más la ayuda de determinadas ONG´s, movilizaciones callejeras inducidas, etc.– que el neoliberalismo ha podido esgrimir que la lucha contra la corrupción es uno de sus principales argumentos legitimadores. Ello les permite avanzar en reemplazos de Gobiernos, sea por la vía electoral (como en el caso argentino y el ecuatoriano), sea mediante un golpe parlamentario (como sucedió en Paraguay y en Brasil).[11]
Sin embargo, a partir de la publicación de los Panamá Papers/Wikileaks comenzó a desnudarse la fragilidad de esas identificaciones/operaciones sociológicas. Quedan pocas dudas de que las élites políticas neoliberales (otrora denuciadoras) son corruptas y promotoras de corrupción, solo que ahora no pueden esquivar las acusaciones que, por su propio peso, caen sobre sí. De ahí la desconfianza ciudadana en la que cayeron P.P. Kuczynski o Mauricio Macri, o bien el descrédito de algunas Oficinas Anticorrupción –como la argentina- que no han hecho más que minimizar las informaciones comprometedoras que sobre los miembros del oficialismo han aparecido en los últimos tiempos.
A modo de cierre: la corrupción neoliberal y la corrupción estructural
Existe una “corrupción” que es utilizada como argumento político para el afianzamiento de los Gobiernos y las fuerzas políticas neoliberales y hay, al mismo tiempo, otra corrupción (lamentablemente menos ideológica) que deforma los procesos políticos y sociales latinoamericanos.
El tema requiere de un tratamiento serio, responsable, a la altura de las circunstancias de una problemática singular de presentación periférica. Se necesita un abordaje opuesto a como se hizo en la última Cumbre de las Américas -celebrada en Perú en abril de este año- donde, pese a que el tema central fue la corrupción[12], fue abordado sin componer una verdadera agenda de trabajo concreta, viable y regional. Más bien, los esfuerzos se concentraron en insistir con la idea de una Corte Internacional Anticorrupción, en aras de atacar países progresistas.
La reproducción de conductas históricas de las élites coloniales, desarrollistas y, luego, neoliberales ha sido el caldo de cultivo de la profundización de la corrupción como mal endémico de la región. La arquitectura institucional que se ha instituido como receta -casi siempre foránea- para rescatar o solventar la ruina del erario público que la corrupción produce, no surte efecto: muchas veces aúpa y enmaraña el problema.
La actualización del tema, en la rúbrica del “combate contra la corrupción”, no parece responder a motivaciones genuinas de resolución estructural, sino que se dirige a entorpecer procesos no alineados con la hegemonía política. De este modo, las acciones que puedan tomarse para combatir verdaderamente este flagelo, no terminan de consolidarse ni generan frutos.
El neoliberalismo es producto del rediseño permanentemente de la dinámica de expoliación que existe, de hecho, en América Latina desde la época de la colonia; su finalidad radica en garantizar la condición periférica de la región y con el consecuente suministro de materia prima.
La sensibilidad del tema de la corrupción en la percepción ciudadana es utilizada mediáticamente para instalar la agenda de lucha contra la corrupción, mientras, tras bastidores, los Gobiernos y los dueños de los grandes capitales fraguan la inoperancia de tal lucha.
Los resultados, son cada vez, más neoliberales: desprestigio del Estado como garante del orden y la transparencia, apertura total empresarial y financiera y, por lo tanto, más pronunciadas riquezas para la élite transnacional.
[2] https://www.telesurtv.net/news/Corrupcion-en-America-Latina-La-plaga-que-se-expande-20171209-0026.html
[10] https://actualicese.com/actualidad/2017/04/21/12-cifras-y-caracteristicas-que-debe-conocer-sobre-la-corrupcion-en-colombia/
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