Nicaragua
El 19 de julio de 1979
un sentimiento de euforia conmovía los corazones de la juventud
latinoamericana de aquél entonces. Un grupo de jóvenes revolucionarios,
organizados en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)
tomaban Managua, de donde hacía poco había huido el dictador Somoza.
La conmoción causada por el asesinato del opositor a la dictadura
somocista, Pedro Joaquín Chamorro, en enero de 1978, así como la
insurrección popular de Masaya y Monimbó, unos meses después,
despertaron un movimiento de solidaridad continental y mundial con el
pueblo de Nicaragua, en especial con su juventud revolucionaria agrupada
en el FSLN.
Se organizaron brigadas de solidaridad para
combatir en la patria de Sandino: por un lado, en Panamá, el gobierno
socialdemócrata de Omar Torrijos promovió la Brigada Victoriano Lorenzo;
por otro lado, el movimiento trotskista latinoamericano organizó la
Brigada Simón Bolívar. Creo que desde la Guerra Civil Española no se
veía algo así.
Veinte años después del triunfo de la Revolución
Cubana, que había galvanizado las conciencias de la juventud en su
momento, una nueva victoria popular llenaba de esperanza a nuestra
generación, que soñaba con ver la construcción de un mundo sin opresión,
ni explotación, fase inicial del socialismo.
La Revolución
Nicaragüense del 79, a su vez, dio impulso a los procesos
revolucionarios abiertos en El Salvador y Guatemala. Todos soñábamos con
una Centroamérica unida y socialista, que hiciera realidad el sueño
liberador de Bolívar. Las organizaciones revolucionarias, incluso en
Panamá, se llenaron de jóvenes que luchaban con ahínco por esos sueños.
Los hechos a su vez empujaban el debate político: ¿Qué tipo de
revolución había que hacer? ¿Qué medidas económicas debían tomarse?
¿Revolución por etapas o Revolución Permanente? ¿Hasta adónde debían
llegar los movimientos de liberación nacional, quedarse en los límites
de la democracia burguesa o expropiar a los capitalistas? ¿Lucha armada o
sólo política?
La revolución que se congeló y retrocedió
Las respuestas a esas preguntas llegaron en pocas semanas y quedaron
simbolizadas en el arresto y la expulsión de la Brigada Simón Bolívar,
que se había propuesto impulsar la organización de sindicatos y la
expropiación del gran capital. Al entregar detenidos a los dirigentes de
esta brigada a las fuerzas represivas del régimen militar panameño
quedó sentenciado el objetivo del gobierno de “reconstrucción” de no
pasar los límites del capitalismo.
Poco después, cuando los
revolucionarios soñaban aún con una Nicaragua socialista siguiendo el
modelo cubano, Fidel Castro les aconsejó que “no sea otra Cuba”. Frase
que algunos ilusos interpretaron como que “las revoluciones no se
exportan”, lo que es cierto, pero que, en el debate de entonces, tenía
un claro significado en el sentido de que NO se expropiara a la
burguesía, como se hizo en la isla, que Nicaragua se quedara en los
límites del sistema capitalista.
Este consejo, y su
cumplimiento por parte de la dirección sandinista, implicó un bumerang
contra Cuba, pues a la larga la Revolución Nicaragüense se congeló y
empezó a retroceder, con lo cual el aislamiento cubano se mantuvo,
creció con la desaparición de la URSS y sólo se rompió con el proceso
bolivariano dirigido por Hugo Chávez.
La burguesía se dio a la
tarea de corromper a muchos de los comandantes sandinistas, convirtiendo
a algunos, en especial a Daniel Ortega, en prósperos empresarios
millonarios, con lo cual les cambió el signo de clase.
Lo demás
es historia conocida: la derrota electoral de 1990; los pactos
(“tácticos”, a decir de Atilio Borón) posteriores con Arnoldo Alemán y
el COSEP; la reconciliación con el archi reaccionario obispo Obando y
Bravo; las rupturas por derecha e izquierda del FSLN; el cuestionado
tratado sobre el Canal Interoceánico, etc. Ni hablar de las denuncias de
violación de su hijastra Zoilaamérica.
Además de otros
“detalles”, como que fue el primer gobierno de la región en reconocer al
régimen fraudulento y dictatorial de Juan Orlando Hernández de
Honduras. Su afán por salvarse de la ofensiva de la derecha y sostenerse
en el poder ha sido más fuerte que ningún compromiso “progresista”.
Decir, “socialista” sería un chiste de mal gusto.
Pese a ello,
Daniel Ortega hizo un gobierno “progresista” aparentemente equilibrado,
con base al modelo de las ayudas sociales (transferencias) que sostenía
uno de los países menos desiguales de Centroamérica, aunque con una
pobreza generalizada. No hay duda de que hasta hace unos meses mantenía
una fuerte base social.
Pero de pronto, la crisis capitalista
mundial, de la que la crisis de los gobiernos progresistas
latinoamericanos es una de sus manifestaciones, lo llevó a la aplicación
de reformas neoliberales a las pensiones aconsejadas por el FMI.
¿Quién expresa la continuidad de la Revolución de 1979, Ortega o los jóvenes de las barricadas?
Hoy, cuarenta años después de aquella heroica Revolución Sandinista que
tanto nos entusiasmó tenemos que preguntarnos qué ha pasado. ¿Dónde
está la Revolución Sandinista que apoyamos entusiastas entonces? ¿Daniel
Ortega y su gobierno, aparte de las siglas del FSLN, representan la
continuidad de aquellos acontecimientos? ¿O Daniel Ortega es el
sepulturero de aquella revolución de 1979?
¿Quién expresa mejor
los ideales democráticos de aquella generación revolucionaria fundada
por Carlos Fonseca a mediados de los años 50, el régimen de Ortega o los
estudiantes universitarios y los jóvenes de los barrios pobres que
luchan en las barricadas, como los de Masaya de 2018?
Responder
estas preguntas requiere responder previamente a los siguientes
criterios metodológicos: ¿Socialmente hablando quién es Ortega y quienes
son los estudiantes? ¿Cuáles son los objetivos del gobierno del FSLN y
cuáles los de los estudiantes y el pueblo nica?
Las respuestas
son simples y evidentes: Mientras Ortega es un millonario cuyo gobierno
pretendía imponer a sangre y fuego una reforma a las jubilaciones
ordenada por el Fondo Monetario Internacional, incluyendo una rebaja del
5% de las jubilaciones; por otro lado, los que pelean en las barricadas
son jóvenes de los barrios pauperizados de Nicaragua, la mayoría de
ellos sin empleos que luchan contra un paquete neoliberal.
Una disyuntiva política pero también moral
Por más cínicos o ignorantes que sean quienes a estas alturas siguen
sosteniendo que el gobierno Ortega – Murillo representa en algo a
aquella heroica Revolución de 1979, seguro que sienten cierta
incomodidad moral, acompañada de encogimiento de hombros, ante los
crímenes atroces que está cometiendo ese gobierno contra la juventud
nicaragüense de 2018.
Hay que tener una costra moral muy
endurecida para no sentir repugnancia por un gobierno que saca a punta
de tiros a los estudiantes de una universidad y que luego los ametralla
cuando se refugian en una iglesia o ver cómo se quema viva a una familia
por no prestar su casa a los francotiradores del gobierno.
Los
marxistas para valorar un hecho no nos guiamos por criterios morales
“eternos”, “bajados de los cielos” o que responden a una “esencia
humana” inmutable. Hay una dialéctica entre los medios y los fines que
es la que nos permite orientarnos en cada situación. Como decía Trotsky:
“El medio solo puede ser justificado por el fin. Pero éste, a su vez, debe ser justificado” (Su moral y la nuestra, 1938).
El argumento de la dirección sandinista para “justificar” estos
crímenes es que se trata de una “conspiración reaccionaria” contra un
supuesto gobierno “progresista”. Pero los hechos muestran que se trata
de una sublevación popular y juvenil contra las medidas neoliberales de
un gobierno capitalista. Y en esto no hay nada semejante a lo del
intento golpista contra Maduro en 2017, por más que Ortega intente
arroparse en esa manta. Lo de Venezuela amerita otra discusión aparte,
también crítica.
Hablando de la ofensiva reaccionaria
imperialista en los años 1930 y los métodos criminales del stalinismo en
la URSS, León Trotsky decía, algo que le encaja bien al gobierno de
Ortega-Murillo: “Desde el punto de vista del marxismo, que expresa
los intereses históricos del proletariado, el fin está justificado si
conduce al acrecentamiento del poder del hombre sobre la naturaleza y a
la abolición del hombre sobre el hombre… Está permitido -…- todo lo que
conduce realmente a la liberación de la humanidad… el gran fin
revolucionario rechaza, en cuanto medios, todos los procedimientos y
métodos indignos que alzan a una parte de la clase obrera contra las
otras…”.
Los fines del gobierno de Daniel Ortega y sus
métodos criminales son repudiables no solo para cualquier marxista
consecuente, sino para cualquier demócrata. El futuro revolucionario y
socialista de Nicaragua no saldrá de la dirección del FSLN, envilecida
por estos crímenes y que negocia a trastiendas con el COSEP, sino de los
jóvenes universitarios y barriales, quienes deberán construir un
partido revolucionario que recupere el programa de transformaciones por
el que cayeron los mártires de la Revolución de 1979.
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