Eric Nepomuceno
El sábado 5 de agosto se agota el plazo para que los partidos políticos brasileños realicen sus convenciones, sellen sus alianzas e indiquen sus candidatos a las presidenciales de octubre. Y la verdad es que nadie tiene idea de qué ocurrirá.
Buena muestra de eso es la afirmación de Carlos Augusto Montenegro, quien desde hace casi medio siglo –desde 1971– preside uno de los más influyentes organismos encuestadores electorales, el Ibope, Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística.
Con semejante experiencia de prever resultados, Montenegro admite que la de 2018 será la elección ‘más difícil de la historia de Brasil’, según admitió al columnista Bernardo Melo Franco, del muy conservador diario O Globo, de Río de Janeiro.
A ejemplo de prácticamente todos los analistas políticos brasileños, él dice que nunca antes había visto ‘el elector tan frío y desmotivado’, faltando poco menos de dos meses para que se defina el nombre del futuro presidente.
Hay un cuadro razonablemente definido en lo que se refiere a alianzas y candidaturas. Pero persiste la gran incógnita de la que dependerá el cuadro real que saldrá de las urnas: el destino de Lula da Silva.
Un sondeo recién divulgado indica: luego de la confusión registrada el 8 de julio, cuando la determinación de un juez de segunda instancia de liberar a Lula fue contestada por otro, de instancia inferior, que contó con la complicidad de la policía federal para cometer un acto clara y llanamente ilegal, manteniendo a Lula da Silva en la cárcel –donde se encuentra gracias a un juicio plagado de arbitrariedades y atropellos a las principios más básicos de la Justicia– cuya popularidad creció.
Los que declaran su intención de votar por el ex presidente alcanzó su más elevado grado: 41 por ciento. La suma de todos los demás, tanto los ya indicados como los que seguramente lo serán, es de 29 por ciento.
Es una situación límite, que indica hasta qué punto de confusión se llegó en un país absolutamente conturbado.
Al mismo tiempo, se selló la alianza de los llamados partidos ‘de centro’, que en realidad responden a la derecha y reúnen el mayor contingente de políticos denunciados o bajo investigación, alrededor del ex gobernador de Sao Pãulo, el derechista Geraldo Alckmin, cuyo carisma es comparable al de una hoja –envejecida– de lechuga.
Con eso, Alckmin, cuya intención de voto declarada en los sondeos ronda la marca de 6 por ciento, pasó a detentar el mayor espacio en la propaganda electoral que será transmitida por la radio y la televisión a partir de septiembre. Se trata de un capital envidiable. Queda por ver qué logrará el insulso y provinciano candidato para seducir a un electorado confuso, irritado y desinteresado (excepto, claro, los electores declarados de Lula).
Los demás candidatos, a excepción de un troglodita homofóbico, racista, defensor de la pasada dictadura militar, del actual golpe, del asesinato y la tortura, llamado Jair Bolsonaro, tienen un difícil horizonte por delante.
La mezcla rara de evangélica y ambientalista Marina Silva, que apoyó el golpe que destituyó a la presidenta Dilma Roussef y aprobó la detención ilegal de Lula da Silva, dispondrá de escasos ocho segundos en la propaganda televisiva. Tiempo suficiente para decir su nombre y poco más. Un candidato de centro-izquierda llamado Ciro Gomes patina igualmente: a menos que logre a última hora una cada vez más improbable alianza formal, dispondrá de escasísimo tiempo de propaganda electoral.
Bolsonaro, por su parte, sigue estacionado como favorito en caso de que Lula no logre oficializar su candidatura, pero a astronómica distancia en los sondeos. Cualquier analista mínimamente lúcido apuesta a que, en un escenario sin el favorito, Bolsonaro se disolverá gracias a su inconsistencia, a su falta absoluta de control sobre lo que dice, su radicalismo de cavernícola, y cederá parte sustancial de su electorado a Alckmin.
Los demás no tienen cómo despegar, tanto los de izquierda como los de derecha. Y sobreviven las figuras folclóricas, que a cada cuatro años se presentan con el único objetivo de luego vender –literalmente– su insignificante apoyo al mejor postor.
Prevalece, mientras tanto, la gran y definitoria pregunta: ¿qué hará Lula da Silva?
De momento, el más popular e importante líder político brasileño reitera que mantendrá su candidatura hasta las últimas consecuencias. Se niega a admitir una alternativa. Estirará la soga hasta más allá de cualquier límite. Y entonces indicará –o no– a quién deberá elegir su sólido electorado.
Con eso surge otra incógnita: ¿cuántos se mantendrán fieles a Lula?
Con la suma de acciones, todas absurdamente ilegales, destinadas a impedir que Lula se presente a las urnas, lo que se logró ha sido la situación más previsible del mundo: la absoluta y muy peligrosa imprevisibilidad.
Ni siquiera un viejo dicho brasileño –el futuro, a Dios pertenece– tiene base en el Brasil de hoy.
Es que aquí el futuro casi no existe. Y por eso no pertenece a nadie.
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