Luis Armando González (*)
SAN SALVADOR - El siglo XXI avanza rápido no sólo en términos cronológicos, sino en términos económicos, sociales, culturales y medioambientales.
Cambios de distinta índole su suceden por doquier; la llamada “sociedad líquida” pareciera haberse impuesto definitivamente. Vivimos, pues, unos “tiempos líquidos” en los cuales la fugacidad de los acontecimientos, más que su estabilidad y permanencia, es lo más normal en la vida de las personas.
La cultura de lo vertiginoso, la cultura del vértigo producido por el cambio incesante en las relaciones personales y en las cosas, tiene una fuerte presencia en las sociedades actuales. Marca los comportamientos y las prácticas sociales, generando graves daños al tejido social.
¿Podemos encontrar algo en Mons. Romero que nos ayude a plantarnos de otra manera ante esta cultura de lo líquido, lo inmediato y lo fácil?
Por supuesto que sí. Hay muchas ayudas para ello en su labor pastoral y en su obra político-teológica. Mencionemos tres.
La primera es la de hacer los necesarios altos en el camino para tomar distancia de los acontecimientos y no dejarnos arrastrar por ellos. Cuánta falta hace en la conciencia ciudadana el hábito del “alto en el camino” y la meditación acerca de cómo se está parado en la realidad.
No tomar una mínima distancia de los acontecimientos y no meditar sobre nuestras acciones, supone ser arrastrados por dinámicas en las cuales deberíamos intervenir. Mons. Romero manejó con maestría el hábito de la toma de distancia, el alto en el camino y la meditación sobre las propias acciones.
La segunda ayuda que nos puede dar Mons. Romero es la de ensañarnos a establecer prioridades en nuestra vida, pero no cualesquiera prioridades, sino aquellas que ponen en primer lugar la dignidad de las personas, y principalmente de las más débiles y vulnerables. Definitivamente, no todo da igual en la vida de las personas; no todos las metas personales y sociales son equivalentes. }
Hay metas más importantes que otras, y entre las primeras –como enseñó Mons. Romero— las que cuentan son aquellas que hacen que la vida y dignidad de los pobres y desposeídos sea menos miserable.
Y en tercer lugar, Mons. Romero también nos enseña que el éxito fácil, simbolizado en riqueza y ostentación, no es una aspiración que debe ser fomentada socialmente, sino que al contrario debe ser contenida y criticada. Y es que si se la deja florecer sus efectos son nocivos para la sociedad, por las dinámicas de abuso, desprecio y agresividad que genera entre sus miembros.
En Mons. Romero hay una ética cívica de la cual casi nadie habla, pero que es invaluable en un país como este, tan erosionado moralmente.
He mencionado apenas tres aspectos de esa ética cívica, pero no cabe duda que en la obra de Mons. Romero hay muchos más elementos en ese rubro que están a la espera de ser destacados y puestos al servicio de un cambio moral-cultural en El Salvador.
(*) Columnista de ContraPunto
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