Carolina Escobar Sarti
Sucedió en México hace ya tiempo. Para Panamá es un tema habitual. Y ahora Costa Rica tomó medidas en ese sentido: un decreto conjunto de los ministerios de Educación Pública (MEP) y Salud fue publicado hace una semana y firmado por la presidenta Laura Chinchilla, prohibiendo la comercialización de una gran cantidad de alimentos y bebidas empacadas en las tiendas de escuelas y colegios. A la pregunta lanzada por un periodista sobre si tal decisión podía violar la libertad de comercio, el ministro de Educación de aquel país, Leonardo Garnier, respondió:
“La soda —tienda— debe ser entendida como parte del centro educativo. Hay gente que dice que es un atentado para la libertad de comercio, pero esto no aplica. No se pueden vender tiras cómicas en los colegios y nunca se ha considerado que eso atente el libre comercio”.
¿Cuántos padres y madres tienen el tiempo, el interés o el dinero para preparar menús alimenticios balanceados o cuentan con la información adecuada y suficiente sobre los valores nutricionales de los alimentos que deberían de consumir sus hijas e hijos mientras crecen? ¿Cuántas familias no comen bien o no comen del todo en América Latina? Asocio las respuestas posibles a la vergüenza ajena que produce el hecho de que, frente a medidas tan importantes para la salud de la niñez y adolescencia, haya algunas personas de conciencia limítrofe, muchas veces relacionadas con la industria alimenticia, que dicen que el sobrepeso o la desnutrición se deben a que muchas familias no saben alimentarse balanceadamente.
En países como Guatemala, que se debaten entre la desnutrición y la obesidad, el tema da para mucho. La alimentación está en la base de una buena educación, de una buena salud, de una buena vida, de un buen país. Quien no come, no piensa siquiera en ir a estudiar, o en esa cosa nebulosa que se llama paz, y menos en llegar a ser profesional, deportista o artista. Con hambre solo hay hambre. Y en Guatemala hay familias desnutridas por tres generaciones y más.
Hay, también, una buena parte de la población que vive una economía de sobrevivencia, lo cual implica que madre y padre trabajen todo el día y no tengan tiempo de preparar comida sana para sus hijos e hijas. Les dan dinero para que compren en la tienda de la escuela o del colegio, y lo que allí adquieren son gaseosas, bolsitas de frituras, dulces, comida llena de sodio, grasa vegetal hidrogenada, colorantes artificiales, etcétera. Todo, respaldado por la saturación publicitaria sobre las “bondades” de la comida rápida, una industria que, sin la presión de regulaciones a favor de la salud pública y de una ciudadanía más y mejor informada, sería solamente voraz.
Primero, sería deseable que todas las personas de este país se alimentaran. Simple. Luego, podríamos enseñar a las personas adultas a comer bien y a multiplicar este conocimiento. Mientras, haríamos una Encuesta Nacional de Nutrición que seguro sería muy reveladora. Al fin y al cabo, también podemos aprender a imitar lo bueno de nuestros vecinos.
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