Carolina Escobar Sarti
Hace dos días, durante la primera sesión ordinaria de la presente legislatura, se dio el primer debate del proyecto de ley con vistas a la ratificación del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) por parte de Guatemala. Quedan pendientes un segundo y tercer debates en el Congreso, luego la discusión de dicha ley por artículos y su redacción final. ¿Por qué habría de importarle algo así a la ciudadanía de nuestro país?
El Estatuto de la Corte Penal Internacional o Estatuto de Roma (1998) estableció una Corte Penal Internacional de carácter permanente con sede en La Haya, que entre los delitos de su competencia, consagra los siguientes: a) El crimen de genocidio; b) Los crímenes de lesa humanidad; c) Los crímenes de guerra; y d) El crimen de agresión. Todos estos delitos han sido cometidos insaciablemente en una Guatemala altamente tolerante con el terror, la discriminación, la impunidad, la injusticia y el olvido. Por ello nos importa que el Estado de Guatemala ratifique el Estatuto de Roma.
Al día de hoy, este ha sido firmado por 139 Estados, de los cuales 113 lo han ratificado. En nuestra América Latina y el Caribe, aún no se han adherido a dicho Estatuto 4 países: El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Cuba. Los demás ya se adhirieron o ratificaron.
El 26 de marzo del 2002, el entonces presidente, Alfonso Portillo, envió el texto del Estatuto de Roma a la Corte de Constitucionalidad de Guatemala (CC), para que esta dictaminara si el Estatuto contravenía en algo a nuestra Constitución o era compatible con ella. La CC no encontró ninguna incompatibilidad entre ambos textos, pero el Congreso de la República no tuvo el menor interés en darle seguimiento al tema. Asunto cerrado.
Corrían los tiempos del gobierno eferregista, durante el cual llegó a ser presidente del Congreso el general Efraín Ríos Mont, señalado como el genocida responsable de la mayoría de las 626 masacres cometidas en este país durante la guerra interna que vivimos.
Porque siempre es bueno volverse al origen, en latín hay una palabra que significa dañar, ofender o herir, y esta palabra es “lesa”, que deriva del participio pasivo del verbo “laedere”. Recuerdo que en el documental sobre los Juicios de Nüremberg, llevados a cabo inmediatamente después del genocidio judío a manos de los nazis, quedaba claro que estos delitos señalados en el Estatuto de Roma, todos de lesa humanidad, ya habían sido listados y considerados imprescriptibles por aquellos tribunales en los cuales se dictaran históricas sentencias, ya no sólo contra la docena de criminales de guerra condenados, sino contra las formas más perversas del horror humano.
Estos delitos solo pueden ser cometidos por el Estado o por organizaciones políticas, tanto en tiempos de paz como durante la guerra, y la condición tipificante de los mismos es que se hayan cometido a partir de un plan o una estrategia sistemática, desde una intencionalidad específica, y contra población civil. En Argentina, por ejemplo, la Corte Suprema definió qué era un delito de lesa humanidad, y dejó fuera los actos terroristas de los guerrilleros que fueron el pretexto para el terrorismo de Estado, expresado en la represión ilegal armada por parte del mismo. En cambio, los actos de terrorismo de Estado sí fueron considerados crímenes de lesa humanidad por la Corte y, por lo tanto, imprescriptibles.
Esto nos importa a todas y todos porque decía Weinstein que “Un daño socialmente causado sólo puede ser socialmente reparado”; restablecer la paz por la vía de la justicia, compete de una u otra manera a toda la sociedad guatemalteca pero sobre todo, en primera instancia, a aquellos que fueron electos para representarla.
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