Marielos Monzón
A mi papá, Guillermo Monzón Paz, lo mató un escuadrón de la muerte el 27 de febrero de 1981. No está hoy para contarlo ni para denunciar penalmente a sus asesinos. Como él, cientos de miles de víctimas del terrorismo de Estado yacen en los cementerios, en las fosas comunes o están desaparecidos. La represión que se vivió en Guatemala alcanzó niveles espeluznantes: violaciones sexuales, incluso utilizando animales; quemaduras con hierro candente, choques eléctricos, ahogamiento en excusados llenos de heces fecales, plantones y palizas,
uñas de dedos y pies arrancadas brutalmente durante los interrogatorios, muerte a golpes o con cuchillo de los bebés en el vientre de sus madres…
Tampoco están para contar lo sucedido los sindicalistas, profesores y estudiantes universitarios que fueron tirados vivos a los volcanes en los vuelos de la muerte, o las mujeres, niños y ancianos martirizados a manos de sus verdugos en las más de seiscientas masacres perpetradas por fuerzas del Estado. En ninguno de los casos hubo un proceso penal ni una condena en un juicio justo. Nunca tuvieron oportunidad de defenderse ni de denunciar, simplemente se les eliminó, se les borró de la faz de la tierra.
Es por eso que hace años se viene exigiendo justicia contra los responsables de la represión, del terrorismo de Estado y de los actos de genocidio. Por supuesto que la justicia debe ser para todos, y esto incluye los crímenes cometidos por miembros de las organizaciones revolucionarias, lo que de ninguna manera equivale a decir que se suspendan los procesos contra militares genocidas. La magnitud de la barbarie tiene nombre y apellido. Fueron las fuerzas militares y paramilitares del Estado guatemalteco las responsables de 93% de las gravísimas violaciones a los derechos humanos, y eso está documentado en los informes de la verdad de la Iglesia Católica, de las Naciones Unidas y en los archivos desclasificados por el Gobierno de los Estados Unidos.
La vieja y conocida teoría de los dos demonios, que se ha esgrimido por años en toda América Latina para defender a los genocidas, torturadores y asesinos, empieza nuevamente a plantearse en Guatemala. Su objetivo no es otro que garantizar el olvido y la impunidad, para decirlo con todas las letras. Esta teoría se basa, por lo menos, en cuatro falsedades. Miente sobre el origen de la violencia, porque pretende ocultar que la misma inició desde el poder, con los golpes de Estado, los escuadrones de la muerte, los asesinatos y la represión. Miente sobre el carácter de clase de la represión. El terrorismo de Estado se utilizó para imponer el modelo económico de la oligarquía a sangre y fuego.
Miente también sobre las dimensiones de la represión, que no se llevó a cabo contra un reducido grupo de guerrilleros, sino contra todo el pueblo, sindicalistas, indígenas, campesinos, profesores y estudiantes universitarios; se desapareció, mató y torturó a cientos de miles, y eso es incomparable a cualquier otra forma de violencia. Y miente también porque esconde el papel de EE. UU. y su doctrina de Seguridad Nacional, que promovió y patrocinó los golpes de Estado, las dictaduras y los crímenes cometidos. A las cosas por su nombre y en su justa dimensión.
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