CAROLINA ESCOBAR SARTI
Es demasiado aburrido, dice la canción, seguir y seguir la huella. Es demasiado aburrido, dice la mitad de la humanidad, que generación tras generación, la violencia contra las mujeres siga siendo una práctica social ejercida en el marco de la más absoluta impunidad.
Es demasiado aburrido que, encima de todo, sean las mujeres abusadas las estigmatizadas, al punto de sentirse culpables por creer haber provocado esa situación o por no proteger adecuadamente al criminal de ese “orden” social tan tolerado que las agredió.
Es demasiado aburrido para quienes cotidianamente lidiamos con esta perversidad, darnos cuenta que un hombre viejo aún vive en la misma casa donde violó a su propia hija, embarazó a su nieta, y ultrajó a su pequeña bisnieta, que al mismo tiempo es su hija. Y esto no es un cuento de terror, sino una de tantas historias reales de una herencia maldita que reproduce por generaciones la violencia de género entre los quietos y silenciosos muros de las casas. Es demasiado aburrido ese silencio social cómplice que hace invisibles los golpes, las quemaduras, los insultos, las violaciones y los traumas, pero además los legitima y justifica tácitamente. Además, es un mito que la violencia contra las mujeres se produce sólo en contextos de pobreza; según la ONU, la violencia contra las mujeres es una plaga en países ricos y pobres, y afecta a una de cada tres en el mundo.
Pero lo más aburrido es tener que aguantar la condición de víctimas. Las mujeres no pidieron ser víctimas y no quieren seguirlo siendo. Una cosa es que muchas se acostumbraran por siglos a esa condición de dependencia y victimización desde donde se internaliza la opresión y se pierde toda la posibilidad de ser sujetas que deciden por sí mismas, al punto de terminar protegiendo a sus verdugos. Otra muy distinta es tener que aguantar porque el sistema genera una serie de mecanismos que sostienen este andamiaje y ofrece pocas salidas. Y como lo más aburrido es la condición de víctimas, lo mejor sería, cada vez más, poner los ojos en los victimarios, que no son otra cosa que criminales. Ellas no sólo han sido víctimas, sino las que reciben todas las miradas de su familia, su sociedad, la Iglesia, los medios de comunicación y el Estado.
Nos toca ya transferirles a ellos el peso de la violencia que ejercen. Toca ya ponerles rostro a los criminales, denunciar la violencia que ejercen y ponerle nombre. Ya sabemos que no todos los hombres son agresores ni todas las mujeres son víctimas; ya sabemos que donde hay personas y leyes, hay también injusticias y abusos; ya sabemos que hay parejas, personas o familias que logran la convivencia en armonía. Pero de lo que estoy hablando es de la regla y no de las excepciones, y la regla ha sido que un género ha ejercido la violencia contra el otro, por los siglos amén. Desde Aristóteles, pasando por San Agustín y llegando hasta el esposo fugitivo de Cristina Siekavizza, la práctica de la violencia contra las mujeres ha sido patrimonio masculino.
Aunque hace décadas se viene hablando de la equidad de género que ha llegado, incluso, a traducirse en políticas públicas, esta equidad se acaba en la puerta del dormitorio. Allí, en silencio y en secreto, se ejerce la violencia en los cuerpos de las mujeres. Justo en la intersección donde se cruzan las viejas creencias sobre los privilegios masculinos con las nuevas ideas sobre el derecho de las mujeres a tener una vida libre de violencia en la casa, en la calle y en la cama, es donde se levanta un muro de impunidad, silencio y culposa vergüenza en contra de las mujeres. En torno a este secreto que se esconde de lo público para sostener un viejo orden privado, se teje una red de relaciones humanas que pide hoy una nueva mirada, ya no sobre quien ve la sombra acercarse a su cama, sino sobre quien cruza la puerta del dormitorio de los siglos para meterse en ella y abusar de la mujer que allí yace.
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